Vargas Llosa con Carlos Barral y Camilo José Cela, jurados del premio Casa de las Américas en 1965 (Fuente: ABC, 18 de enero de 2002)
La segunda visita de Mario Vargas Llosa a Cuba ocurrió en enero de 1965, cuando viajó a la isla para integrar el jurado del premio de novela de Casa de las Américas. La ciudad y los perros ya había empezado a circular en Cuba desde al menos mediados de 1964, Ambrosio Fornet había publicado una reseña en Casa de las Américas y Vargas Llosa había iniciado sus colaboraciones con dicha revista. Tal como estaba ocurriendo en España, Perú y otros países, el novelista empezaba a ser reconocido como una figura literaria de primer orden en el mundo hispanoamericano y, además, resultaba evidente su identificación con la revolución cubana.
En una carta a Abelardo Oquendo de febrero de 1965 Vargas Llosa diría que esa visita lo dejó “envanecido, hinchado como un pavo real”. Le contó que al llegar a La Habana “había una polémica en los diarios y revistas sobre La ciudad… Y asistí a un debate sobre la novela que duró cinco horas. Montones de personas venían a verme al hotel, el mismo Barral estaba impresionado”. Ese “debate” fue el “café-conversatorio” organizado en Casa de las Américas al que me he referido en algún post anterior y cuya transcripción está disponible aquí.
En esa misma carta Vargas Llosa confirmaría su admiración por el proceso cubano: “Vengo muy conmovido de la isla; las cosas van mucho mejor que el 62; están saliendo adelante, a fuerza de huevos, esos magníficos cubanos, y mientras esté Fidel ahí no hay peligro que los dogmáticos asfixien la literatura. He visto colas en las librerías, lo que no había visto nunca. En pocas semanas se han agotado ediciones de 30 mil ejemplares de Kafka, Joyce y Proust”. Aunque en realidad las ediciones eran de 10,000 ejemplares, se trataba de un esfuerzo sin precedentes para acercar los libros y la literatura a amplios sectores de la población. Vargas Llosa no ocultaba su entusiasmo.
Vargas Llosa con Hilda Gadea y periodistas del diario Sierra Maestra de Santiago de Cuba durante su visita a la isla en 1965
Entre el público que asistió al “café-conversatorio” antes mencionado estuvo el escritor cubano César Leante (Matanzas, 1928). Leante intervino para sugerir que el “verdadero valor” de la novela de Vargas Llosa radicaba en su “posición de denuncia”, y que era precisamente ese rasgo lo que había motivado la quema de libros en el Leoncio Prado. Más aún: el “mayor mérito” de La ciudad y los perros, según Leante, era encarnar “la acusación de un régimen”. En su respuesta Vargas Llosa tomó distancia de la interpretación de Leante, afirmando que en realidad lo que había provocado la reacción de los militares era el hecho de que la novela revelaba “una realidad inmediata que se ignoraba”. “La razón principal del escándalo”, continuó, era “la falta de lectores acostumbrados a ver reflejada en la literatura la realidad en la que vive, a verse reflejados a sí mismos en la literatura”. A Vargas Llosa sin duda le incomodaba que su novela fuera encasillada como una obra “de denuncia” en desmedro de sus méritos literarios.
Pocos días después Leante publicó un artículo en dos partes sobre Vargas Llosa y su novela en el diario cubano El Mundo (5 y 6 de febrero de 1965). Allí recogió lo dicho por Vargas Llosa en el conversatorio -que su novela no había sido escrita con un afán de “denuncia”- pero Leante insistió que lo era: “aunque él no se lo haya propuesto, La ciudad y los perros es una denuncia de esa enfermedad americana llamada militarismo”.
Muchos años después, en 1981, y cuando ya vivía exiliado en España, Leante escribió un artículo con sus recuerdos sobre esa mesa redonda de 1965, que convocó una numerosa audiencia: “No cabía ni un cuerpo más en la no reducida biblioteca de la institución cultural”. Recordó Leante que un escritor asistente al evento confesó haber leído ocho veces la novela de Vargas Llosa (todo un record, sin duda, de ser cierto). Y también hizo referencia a su intervención y la respuesta de Vargas Llosa, que Leante consideró “una lección” sobre los límites de la literatura para generar cambios en las sociedades. Leante no solo había cambiado su posición sobre Cuba, sino también sobre el poder de la literatura -su supuesta “carga dinamitera”- para cambiar la sociedad.
Reproduzco para los lectores de este blog las dos partes del artículo de Leante de 1965 y el de 1981 en el que rememora esa visita de Vargas Llosa a Cuba.
(Nota del 20 de marzo de 2020: He actualizado este post incluyendo la primera parte del artículo de Leante de 1965, al que no tuve acceso al momento de la publicación original).
Vargas Llosa
César Leante
I
(El mundo, 5 de febrero de 1965)
Para analizar la obra de Mario Vargas Llosa propongo partir de un auto de fe: la quema que de su libro hicieron en el colegio militar “Leoncio Prado”, de Lima, el año pasado. Reunieron a los cadetes (en perfecta formación, desde luego), hubo discursos en los que se acusó a Vargas Llosa de “procaz”, “degenerado”, “traidor a la patria” y otras lindezas y luego el fósforo hizo arder mil ejemplares de La ciudad y los perros, en un acto tan grotesco y estúpido que comentándolo con espíritu humorístico el autor dijo que “se había exagerado un poco el juicio literario”.
Pero este hecho ilustra mejor que cualquier argumento la significación de la obra. Si La ciudad y los perros hubiera sido una novela inocua las autoridades peruanas no se habrían tomado la molestia de darle candela. Despertó la santa ira de los nuevos inquisidores con entorchados porque Vargas Llosa ha golpeado fuerte y a fondo. ¿Cómo? Describiendo simplemente la vida privada del colegio militar “Leoncio Prado” (el mismo donde fuera quemado su libro) con todas sus brutalidades, su crueldad, sus perversiones, revelando que su cacareado sentido del honor, de la rectitud, del deber son el más burdo engaño; reduciendo, en fin, a filfa las tan proclamadas “virtudes” militares.
No sé si el “Leoncio Prado” es un colegio estatal. Tengo entendido que sí; pero aunque no lo fuera no se requiere ser muy sagaz para descubrir la correspondencia que hay en América entre las oligarquías dominantes y las instituciones militares. Estas son el apoyo más sólido y efectivo de aquellas, cuando no ejercen el poder directamente por la vía del golpe de estado, el cuartelazo, etc. -cosa tan frecuente en nuestro continente que ya ha adquirido toda la distinción de un elegante deporte. De ahí que al destruir moralmente el “Leoncio Prado”, Vargas Llosa esté destruyendo, de hecho, todo lo que representa. De colegios como el que sirve de escenario a La ciudad y los perros salen los oficiales encargados de reprimir huelgas, apelear obreros, matar campesinos, en breve: los custodios del “orden”. Y obran (si se les quiere conceder la inconciencia más absoluta) en nombre de toda una escala de mitos: patria, honor, deber … virtudes teologales del código castrense. Vargas Llosa es su desmitificador. ¿Cómo, pues, van a tolerarle que lo haga impunemente?
De un modo general, este es el fondo del libro y la causa inmediata de la hoguera que se hizo con él. Pero La ciudad y los perros posee méritos más específicos que la carga de denuncia que lleva implícita. Es ante todo una novela espléndidamente escrita que mantiene el interés de la primera a la última página. Aunque roza otras zonas de la sociedad peruana, centra su tema en el “Leoncio Prado”. Con implacable autenticidad, Vargas Llosa muestra la vida que se desarrolla dentro de sus muros. Enviados por sus padres al “Leoncio Vidal [sic]” en la creencia de que la educación militar hará de sus hijos hombres hechos y derechos, en realidad lo que el colegio militar hace es convertirlos en bestias. El medio los obliga a ello. La educación que reciben estimula sus más groseros instintos. Se vuelven crueles porque en el “Leoncio Vidal” los débiles no pueden subsistir; perversos, porque estiman que la perversidad es un atributo de la hombría. En un mundo donde reina la violencia, desarrollan un atroz código de valores: cuanto más despiadado seas más hombre serás y más te respetarán; al que es flojo hay que pisotearlo; la traición es el más infamante de los delitos y debe castigarse aún con la muerte. No se trata de características especiales de la juventud, de esa capacidad de violencia que hay en todo joven. En otro ambiente estos muchachos serían distintos, como lo son cuando están fuera del colegio, en la calle, en sus casas, en la ciudad: incluso el Jaguar, de profesión ladrón. El “Leoncio Prado” es una cárcel y en la cárcel no se pueden tener maneras de señoritas. Hay que estar a la altura de la institución y seguir la conducta de un presidiario.
Pero se ha terminado el espacio y aún queda mucho que decir. Seguiremos mañana con La ciudad y los perros.
II
(El Mundo, 6 de febrero de 1965)
En un reciente Café Conversatorio celebrado en la Casa de las Américas, Mario Vargas Llosa dijo que no había tenido ningún propósito de denuncia al escribir La ciudad y los perros. Lo creo. Si hubiera procedido de modo contrario, tal vez no habría logrado la excelente novela que ha escrito. Escribir partiendo de una tesis es siempre riesgoso, pues puede ocurrir que el resultado sea un tratado de filosofía o de sociología y no una obra literaria. Por supuesto que hay excepciones. Brecht podría salirme al paso y decirme: “Un momento, yo escribí partiendo de tesis, ¿y no son obras literarias mis piezas?”. Tendría que agachar la cabeza. De todos modos, por lo regular la tesis (no es el término más acertado, lo sé) se desprende del libro si lo que se ha escrito rebasa el valor anecdótico.
Más aún en el ámbito de la novela. La novela exige como un ocultamiento de las intenciones del autor por ser ante todo una acción, la representación más o menos auténtica de la vida. Así sucede con la novela de Vargas Llosa. No pensamos en que se está denunciando ningún estado de cosas mientras leemos La ciudad y los perros. Nos sentimos atrapados (y en ocasiones fascinados) por lo que su autor nos cuenta, por lo que está pasando y nos interesamos menos -o nada- por arribar a conclusiones que por la acción que se está desencadenando. Es decir, nos incorporamos al mundo de la novela. Las conclusiones vendrán después, ya finalizado el libro, cuando reflexionemos sobre él contemplándolo como un todo.
Cuando un novelista consigue apresar de tal manera el interés del lector ha alcanzado el máximo de eficacia que se le puede exigir y podemos estar seguros que ha escrito una obra memorable. ¿Cómo logra esto Vargas Llosa? Ante todo por su extraordinaria capacidad novelística para aprehender situaciones y personajes y su no menor capacidad para narrarlas. En La ciudad y los perros no hay símbolos, sino seres reales y situaciones que sentimos auténticas, ilustrando un mundo con el que nos identificamos plenamente a pesar de nuestro desconocimiento de él. Pienso que el valor de una obra se mide por el grado de verdad que contiene. La novela de Vargas Llosa es verídica, y no porque los episodios que en ella se narran sean una versión exacta de los ocurridos en el colegio militar, sino porque su autor ha sabido utilizarlos para construir con ellos la verdad de ese mundo. El resultado es un libro profundamente auténtico.
Literariamente, La ciudad y los perros sorprende también (más aún si se tiene en cuenta la juventud de su autor y que ésta es la primera novela que escribe) por el ancho margen de recursos literarios que Vargas Llosa emplea. Indistintamente la narración pasa de la tercera a la primera persona o al monólogo interior. Mas estos recursos no están utilizados gratuitamente (si así fuera carecerían de valor): responden puntualmente a la estructura interna de la novela y a las fluctuaciones de la conciencia de sus personajes, con lo cual la novela gana en profundidad sicológica. Ejemplo del acertado uso de estos recursos literarios, es el magnífico capítulo final en que dos escenas, en distintos planos, son narradas simultáneamente sin que en ningún momento se vea en ellas la menor solución de continuidad.
Sin embargo, y a pesar de la diversidad de técnicas modernas que utiliza, sitúo a Vargas Llosa dentro de la tradición novelística del siglo XIX (de su segunda mitad, quiero decir). ¿Por qué? Por la sistemática minuciosidad de su prosa, por la forma exhaustiva en que se agota una situación. Aquí se originan, tal vez, los dos defectos que le señalo a La ciudad y los perros: el primero, la excesiva extensión de algunos capítulos (no me pidan ejemplos, hablo desde la impresión de un lector) o, en ciertos casos, su inutilidad quizás, y el otro su frecuente abandono del colegio militar para narrar acciones secundarias. El lector está tan atrapado en su recinto como sus cadetes y sufre con estos cambios. Un tercero sería que es lástima que Vargas Llosa no haya aplicado su poderío de novelista a una dimensión más universal que el “Leoncio Prado”. Pero esto es harina de otro costal.
“La verdad es revolucionaria”, dijo Gramsci. Vargas Llosa ha escrito un libro pleno de autenticidad, profundamente verdadero. Por eso, aunque él no se lo haya propuesto, La ciudad y los perros es una denuncia de esa enfermedad americana llamada militarismo.
Vargas Llosa en La Habana: un recuerdo
Cesar Leante
Fue allá por 1965 o 1966. Mario Vargas Llosa se encontraba en La Habana, si mal no recuerdo, invitado por la Casa de las Américas a participar como jurado en su concurso literario. Hacía poco tiempo que había recibido el premio Biblioteca Breve por su novela La ciudad y los perros, y el libro fue leído en Cuba con avidez. Había constituido un éxito tanto de público como de crítica. Entre los escritores se comentaba con admiración. Vargas Llosa había viajado a Cuba en compañía de Carlos Barral, y por igual el talentoso poeta y editor barcelonés, así como el novelista peruano, ya camino de la fama a pesar de su juventud, estaban satisfechos de su estancia en la isla. Aún no habían descubierto la realidad de la revolución y eran, como la gran mayoría de los intelectuales del mundo por esa época, defensores de ella, si bien con una adhesión mesurada y lúcida no exenta de su costado crítico. O más bien era que la revolución todavía no había enseñado su verdadera faz. Cierto que se había declarado socialista en 1961 y adscrito ideológicamente al marxismo-leninismo; mas para muchos, aún conservaba el perfil de una revolución sui géneris, de un socialismo americano en libertad. Tal vez un poco el pan sin terror del que habló Fidel Castro en los albores de 1959. Por lo menos, esa era la imagen que de ella se ansiaba retener. Tendría que sobrevenir el año 1968, y con él el respaldo cubano a la invasión rusa de Checoslovaquia, para que ese rostro esperanzador empezara a cuartearse. El encarcelamiento del poeta Heberto Padilla en 1971 y la abierta presencia del dogmatismo, consumarían su neta fractura. Cuando menos, en el campo de la cultura.
Con este motivo, es decir, la excelente acogida que La ciudad y los perros había tenido en Cuba, la Casa de las Américas convocó a un café-conversatorio para debatirla. La popularidad y el prestigio de autor y obra se pusieron de manifiesto esa noche. No cabía ni un cuerpo más en la no reducida biblioteca de la institución cultural. Y se habló larga y elogiosamente del cautivador relato que describe el mundo del colegio militar Leoncio Prado, insistiéndose en su sólida estructura, en el dominio y precisión de su lenguaje y tal vez, muy especialmente, en su virtuosismo técnico. Era sorprendente que un escritor tan joven y tan bisoño en el arte de narrar exhibiera una capacidad técnica tan magistral.
No recuerdo con exactitud (por el contrario, muy vagamente) las intervenciones. Pero sí retengo dos momentos de las mismas: la confesión de un escritor de que había leído la novela ocho veces y, por supuesto, lo que yo dije. De esto último voy a hablar. A Cuba había llegado la noticia de que los directores del plantel castrense, indignados por lo que en la novela se decía (o se revelaba o se recreaba) del centro de estudios que regentaban, habían hecho una pira con ella. La incineración de los ejemplares había tenido lugar en el patio del colegio y en presencia de los alumnos. Yo basé mi intervención en este hecho. Dije que nada probaba mejor el contenido denunciador, revolucionario del libro que el auto de fe que se había montado en el Leoncio Prado. Quemaban el libro porque, a su vez, el libro hacía arder a los militares, y con ellos, a todos los militaristas.
Vargas Llosa me escuchaba con atención, pero me parecía que con un poco de escepticismo. Yo creía haber descubierto un argumento invulnerable para exaltar el valor de su novela desde una perspectiva política, pero la expresión de su rostro me indicaba que él no me secundaba. Y, en efecto, así fue. Cuando le tocó hablar me echó encima un cubo de agua fría. Cortesmente me agradeció mi tesis, mas añadió que los militares del Leoncio Prado no habían quemado su novela porque temieran que ésta fuera a desmoronar el colegio que dirigían, sino simplemente porque en América Latina no estábamos acostumbrados al lenguaje crítico. En Europa, La ciudad y los perros no habría tenido la menor importancia, esto es, la reacción contra ella hubiera sido distinta. De hecho, allí se escribían obras más demoledoras de instituciones políticas, militares, religiosas, y a nadie se le había ocurrido prenderles fuego. La crítica, por más virulenta que fuese, formaba secularmente parte de un juego dialéctico: el de la inteligencia, tal vez. A él -terminó benévolamente, creo que mirándome- le hubiera gustado mucho concordar conmigo, y que su obra efectivamente tuviera la carga dinamitera que yo le achacaba, capaz de volar no sólo el Leoncio Prado, sino todo el nefasto militarismo latinoamericano. Pero por desdicha no era así. Se trataba tan sólo de un libro.
A pesar del enrojecimiento de entonces de mis orejas, Mario Vargas Llosa me dio una lección que no olvidé: no hay que exagerar el alcance de la literatura. Es algo así como buscarle cinco patas al gato.
Esta es mi versión.
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