El teniente Gamboa y el velasquismo

 

gamboaEl actor peruano Gustavo Bueno interpretando al teniente Gamboa en la versión cinematográfica de La ciudad y los perros dirigida por Francisco Lombardi (1985).

 

Uno de los personajes centrales de La ciudad y los perros es el teniente Gamboa, un militar recto, decente y apegado al reglamento que, al final de la novela, es castigado por sus superiores pero mantiene una actitud digna y de lealtad a la institución del ejército. El crítico peruano Juan Larco lo retrató así en la mesa redonda sobre La ciudad y los perros celebrada en Casa de las Américas, La Habana, en 1964:

[Gamboa] es el único, en toda la jerarquía militar, que ha mostrado una dignidad, es decir, aunque es un hombre cuyos principios morales son absolutamente formales, al menos se ciñe a ellos, y es el único que lucha para que se respeten esos principios; los demás, los demás jerarcas, los oficiales, los jefes, hasta lo amenazan: «esto te va a salir muy mal», «no vas a ser ascendido el próximo año», «echa tierra a este asunto, que tú eres un tonto, un anticuado». Es un hombre que quiere lIevar hasta el fin las cosas, y es derrotado. El resultado de toda su acción va a ser que lo envíen a un pueblo del interior, trasladado en castigo por haber tenido una actitud de principios.

En su reseña de la novela de Vargas Llosa, el poeta Washington Delgado (1965) afirmó que Gamboa era “el único personaje positivo” de la novela, alguien “inquebrantable” que “ni se dobla ni se rompe, permanece fiel a sus ideales”. Delgado veía en esto una gran contradicción: Gamboa resultaba el personaje más humano “por someterse voluntaria y decididamente a una disciplina inhumana”. Para Javier Cercas, Gamboa es “el hombre más recto y más duro de la institución”, “un oficial ejemplar”, alguien que “cree al pie de la letra en los valores militares —la jerarquía, la disciplina, el cumplimiento del deber” (“La pregunta de Vargas Llosa”, Edición conmemorativa de La ciudad y los perros, 2012).

Recordemos cómo describe Vargas Llosa la actitud de Gamboa en un momento clave de la novela:

Había sido destacado a Ayacucho y pronto ganó fama de severo. Los oficiales le decían «el fiscal» y la tropa «el Malote». Se burlaban de su estrictez, pero él sabía que en el fondo lo respetaban con cierta admiración (…) Imponer la disciplina había sido hasta ahora para Gamboa, tan fácil como obedecerla. Él había creído que en el Colegio Militar sería lo mismo. Ahora dudaba. ¿Cómo confiar ciegamente en la superioridad después de lo ocurrido? Lo sensato sería tal vez hacer como los demás. Sin duda, el capitán Garrido tenía razón: los reglamentos deben ser interpretados con cabeza, por encima de todo hay que cuidar su propia seguridad, su porvenir.

Y cuando sus superiores le comunicaron que debía olvidarse de las investigaciones sobre los actos de indisciplina de los cadetes que él quería llevar hasta sus últimas consecuencias, “el abatimiento que lo perseguía, se agravó. Esta vez, estaba resuelto a no ocuparse más de esa historia, a no tomar iniciativa alguna. «Lo que me haría bien esta noche, pensó, es una buena borrachera»” (La ciudad y los perros, Barcelona, Seix Barral, 1963, pp. 313-314).

Su rectitud empezaba a dar paso a las dudas y un instinto de supervivencia se apoderaba de él; quizás era mejor ceder y callar antes que insistir en el cumplimiento del deber. Ese desencanto, de todas maneras, no lo llevó a renegar de un sistema de valores en el que, pese a todo, seguía creyendo.

En la conversación con Luis Harss incluida en el clásico libro Los nuestros (1966), Vargas Llosa afirmó lo siguiente sobre Gamboa:

El teniente Gamboa es un hombre que hasta ese momento no ha tenido nunca la oportunidad de poner en tela de juicio el sistema en que está inmerso. Todo le ha resultado muy claro. Se le va a revelar toda una dimensión del sistema que había ignorado hasta entonces. El sistema en el que él creía ciegamente -sin proponérselo, como un movimiento natural- podía no ser tan congénitamente justo como él pensaba. Podía estar fundado nada más que en la mentira. Entonces se le presenta a él la posibilidad de una elección. Trata de ser consecuente, coherente, y surge entonces una contradicción terrible. Justamente para ser consecuente y coherente con ese sistema necesita violarlo, perjudicarse a sí mismo. No se rebela. Acepta. (p. 431).

Por un lado, resulta poco verosímil que Gamboa sólo descubriera la corrupción, la injusticia y la violencia de la cultura militar a raíz del escándalo de la muerte del Esclavo, el descubrimiento del robo del examen y otras muestras de indisciplina de los cadetes, y los esfuerzos de sus superiores por encubrir los hechos. Aquí radica una de las debilidades del personaje: nadie llega a teniente sin haber experimentado las flagrantes contradicciones que La ciudad y los perros pone de manifiesto de manera magistral. Por otro lado, acierta Vargas Llosa al sugerir que Gamboa no es un rebelde: acepta resignadamente no solo la decisión de sus superiores de ocultar los hechos, sino también el castigo que le imponen por haber intentado ser consecuente con sus valores de disciplina y rectitud.

La ciudad y los perros ha sido leída como una novela anti-militarista, y Vargas Llosa ha subrayado en innumerables ocasiones su rechazo a la cultura autoritaria reflejada en las instituciones militares y en la tradición golpista latinoamericana. Pero en octubre de 1968 estas convicciones (como le ocurrió a Gamboa) se pusieron a prueba: se produjo en el Perú un golpe militar presidido por el General Juan Velasco Alvarado que buscaba implementar reformas radicales para cambiar las injustas estructuras de la sociedad peruana. Vargas Llosa no sólo no condenó el golpe sino que apoyó abiertamente el proyecto reformista militar. Existen numerosas evidencias de ese apoyo. En una entrevista con el periodista uruguayo Ernesto González Bermejo, publicada en 1971, Vargas Llosa declaró su inequívoca simpatía por el régimen velasquista:

Sí, reconozco, y además con gran alegría, que efectivamente en los últimos dos años están ocurriendo cambios en el Perú, que mi país está saliendo del inmovilismo atroz en el que ha vivido.
Creo que este régimen ha dado pasos que son, probablemente, los más importantes de toda la historia republicana del Perú: la recuperación del petróleo, la reforma agraria, la apertura de relaciones comerciales y diplomáticas con el mundo socialista, la liberación de todos los presos políticos, el hecho de haber llamado a colaborar a gente que por ser de izquierda había estado siempre al margen de la vida pública, etc. Creo que es un régimen bien intencionado, un régimen nacionalista, con una vocación más o menos clara del antimperialismo y una voluntad de modernizar el país.
Quisiera, eso sí, que fuera más allá, evidentemente. Porque todo esto, que significa ya mucho, que es muy respetable y plausible, no es todavía suficiente. Con los enormes problemas que tiene el Perú, los remedios tienen que ser también enormes. Quisiera, entonces, que el proceso llegara mucho más lejos.
Y además: que esto se hiciera no sólo por la buena voluntad de un grupo de oficiales y de sus colaboradores, sino que hubiera, además, una activa participación popular; que este proceso no viniera sólo de arriba [hacia] abajo, sino también de abajo [hacia] arriba. Creo que todo esto todavía no se ha dado en el Perú, y es a eso a lo que deberíamos tender, creo yo, para tener garantizada la irreversibilidad del proceso (Cosas de escritores, Montevideo, Biblioteca de Marcha, 1971, pp. 87-88).

Cierto es que en varios momentos expresó su preferencia por una vía “democrática” y genuinamente popular al socialismo y que en privado compartía sus dudas y cuestionamientos al régimen de Velasco. También es cierto que criticó abiertamente algunas medidas de los militares como la deportación de periodistas y políticos o la expropiación de los medios de comunicación en 1974. Pero mantuvo, hasta 1975, su apoyo a las reformas impulsadas por las fuerzas armadas peruanas. En enero de ese año se quejó públicamente de que se había presentado sus críticas a la expropiación de la prensa “como las críticas de un contrarrevolucionario, de un hombre contrario a esas reformas”. Y agregó: “Cualquier consideración sobre la Revolución Peruana tiene que partir del reconocimiento de que en los últimos siete años fueron hechas las reformas más profundas de nuestra historia” (Correo, 21 de enero de 1975, citando a la revista brasileña Veja). En la carta abierta que dirigió a Velasco en marzo de 1975 criticaba las medidas contra la libertad de prensa pero valoraba positivamente la reforma agraria y otras transformaciones impulsadas por el gobierno militar. A lo largo de 1976 Vargas Llosa culminaría el proceso que lo llevó a romper definitivamente con el proyecto y el legado velasquista. Su artículo “Perú: La revolución de los sables”, escrito en julio de 1976 para el New York Times pero que no llegó a publicarse en esa fecha, marca un punto de inflexión. (El texto fue reproducido más tarde en el volumen Contra viento y marea, Barcelona, Seix Barral, 1983).

En la entrevista antes citada González Bermejo le hizo esta observación a Vargas Llosa: “Tal vez el teniente Gamboa contuviera un poco el tipo de militar que hoy gobierna Perú”.

El novelista estuvo de acuerdo:

-Sí, es curioso; es muy posible. Un teniente como Gamboa, en 1950, que es la época en que más o menos está situada la novela, bien pudiera llegar a ser en estos dos últimos años uno de esos coroneles nacionalistas y progresistas; sí, es muy posible (p. 81).

¿Resulta plausible esta especulación (meramente literaria, por supuesto)? Vargas Llosa parece creer, en 1971, que la disciplina militar bien encaminada podía cumplir un rol positivo en la sociedad, tal como lo estaban demostrando los militares que iniciaron el proceso nacionalista de 1968. Los “valores” de Gamboa eran compatibles con el deseo de poner las fuerzas armadas al servicio de un proyecto progresista de transformación. Cuando esos valores se ponen al servicio de una causa justa, parecía sugerir Vargas Llosa, pueden resultar aceptables y hasta aplaudibles. Gamboa resulta así (otra vez) un personaje valorado positivamente:  su rectitud y apego a las normas militares lo convertían en una especie de precursor del nacionalismo militar. Curioso destino para uno de los personajes más memorables de La ciudad y los perros.

 

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