“Los hombres nunca se salvan”. Reseña en El escarabajo de oro (Buenos Aires, 1966)

La revista El escarabajo de oro, fundada en 1961 y dirigida hasta su cierre, en 1974, por el escritor argentino Abelardo Castillo (1935-2017), fue un importante vehículo de difusión de la literatura y el pensamiento latinoamericanos durante la década de 1960. Fue continuadora de El grillo de papel (1959-1960), también fundada por Castillo, y que fue clausurada por el gobierno de Frondizi cuando apenas había publicado seis números. Castillo es hoy considerado uno de los más importantes escritores argentinos de la segunda mitad del siglo veinte. Su libro de cuentos Las otras puertas obtuvo una mención en el Premio Casa de las Américas de 1961 y su novela El espejo que tiembla obtuvo el Premio de Narrativa José María Arguedas, otorgado también por Casa de las Américas, en 2007. Alfaguara ha publicado dos tomos de sus diarios, que cubren los años 1954-1991 y 1992-2006.

El escarabajo de oro, que tomó su nombre de un cuento de Edgar Allan Poe, estuvo inspirada por las ideas de Sartre sobre el compromiso de los intelectuales. Revisando el índice acumulado de la revista es fácil detectar la presencia reiterada de Sartre en la forma de ensayos, entrevistas y reseñas de sus libros. Como escribió José Luis de Diego, destacado historiador del libro y la edición, “ninguna otra revista como las de Castillo otorga un lugar tan privilegiado a Jean-Paul Sartre: no se trataba de un modelo implícito para la actividad literaria y política de aquellos jóvenes, sino de un modelo programáticamente explicitado”.

La nota de presentación de la colección digital de la revista en el Archivo Histórico de Revistas Argentinas ofrece el siguiente resumen:

Con la mira puesta en un público no solo porteño o argentino, sino latinoamericano, El Escarabajo se definió como revista de izquierda, y desde esa perspectiva polemizó con publicaciones como Cuadernos de Cultura, Hoy en la Cultura y La Rosa Blindada. Sus notas editoriales, firmadas casi sin excepción por su director, son textos centrales para comprender los debates recurrentes que articularon el campo cultural de su época, tanto en lo que hace a sus motivos más recurrentes en su formulación más general (el compromiso estético e intelectual, la concepción del arte como “arma” y “herramienta de trabajo”, la pregunta sobre el papel de la juventud) como en sus modulaciones más coyunturales (como el debate a propósito de la existencia o no de una “crisis el marxismo” en respuesta a los planteos de Héctor P. Agosti).

Silvia Saitta, autora de un importante estudio sobre las revistas que impulsó Castillo, subraya el hecho de que, aunque se trataba de publicaciones claramente identificadas con la izquierda, un rasgo común en ellas era “la defensa de la primacía del arte y la literatura por sobre la política y las banderas partidarias”. En uno de los primeros editoriales de El escarabajo de oro Castillo había escrito: “No hay más que una literatura, la grande, no hay, para el escritor, más que una justificación: escribirla. Lo demás, es tipografía”. Saitta también resalta la constante pelea que dio la revista contra la censura y su pernicioso correlato, la autocensura. Cita al propio Castillo: “hay algo peor que la censura: la autocensura. El vigilante en la cabeza”.

En algún editorial Castillo describió a su equipo como “los que escribimos y caminamos por los quioscos, y andamos enloquecidos levantando pagarés o gambeteándole a la censura”. Su misión era promover “buena literatura”.

Lo de andar “levantando pagarés” (pagando deudas) no parece haber sido solamente una expresión retórica. Hacia 1963, según se desprende de una carta del escritor y editor José Bianco a Carlos Fuentes, la revista enfrentaba dificultades económicas: dos muchachas, le cuenta, “vinieron a pedirme dinero para que la revista pudiese continuar. Era de una inocencia -por lo menos literaria- conmovedora”. Pero Bianco no parecía tener mucha simpatía por el proyecto (“no nos hagamos ilusiones: esos muchos son muy poca cosa”) y afirmaba que “nadie la lee”, pese a lo cual se suscribió a la revista, “con magnánima amplitud” (Carta de Bianco a Carlos Fuentes, 15 de febrero de 1963). Hoy, sin embargo, El escarabajo de oro está considerada como una revista imprescindible dentro del panorama literario y político argentino y latinoamericano de esos años. Entre sus colaboradores estuvieron autores como Cortázar, García Márquez, Fuentes, Carpentier, Benedetti, Roa Bastos, Fernández Retamar y muchos otros. En 2015, la Biblioteca Nacional de Argentina publicó una edición facsimilar de la colección completa de la revista, dentro de su serie Reediciones y antologías.

En el número 31-32 de la revista, correspondiente a diciembre de 1966, se publicó una reseña de La ciudad y los perros a cargo de Lelia Varsi, colaboradora de la revista, actriz de teatro y escritora. Se trata de una reseña que combina elogios y reservas sobre la novela, aunque el estilo poco pulcro de la autora la convierte, a ratos, en un texto de ardua lectura. He transcrito el texto completo de la reseña, tomándome la libertad de subdividir el larguísimo párrafo inicial para, de algún modo, facilitar la lectura.

 

Lelia Varsi

Ciudad y perros

Últimamente se ha convertido en un misterio tan insoluble qué es una novela, o, más bien, cómo debe ser la novela de nuestro tiempo, que, en lugar de celebrar según corresponde el advenimiento de un libro por lo que tiene de buena literatura, lo hacemos por lo que tiene de original. Saludamos la “nueva” novela, que viene a ser la última audacia. Lo que no sería punible si no soliera apartarnos de lo esencial: una historia de personajes que viven en serio, que piensan en serio, y nos llegan por donde, generalmente, un hombre se comunica con otro: su humanidad. Que es, en definitiva, lo que el autor siempre se ha propuesto. Lo demás (la forma de contarlo) es un esforzarse por decir su cosa de la manera más clara y directa que puede. A veces, Ulises es el resultado. Pero no el resultado de un amor desmedido por los malabarismos del lenguaje, y sí la consecuencia de una imposibilidad: la de no poder escribirla de otro modo. Por lo demás, no hay que olvidar que, condicionada por una realidad caótica, el creador se ve obligado a traducir en su obra ese caos. Lo que provoca, lógicamente, la búsqueda de un estilo que sintetice y represente nuestro tiempo. Búsqueda que, por su parte, es campo propicio para la aparición de falsos mesías que no tienen nada que decir pero lo dicen de un modo raro.

No es este el caso. Aunque es posible que, cediendo a la epidemia de “innovación de la técnica novelística”, al leer La ciudad y los perros nos detengamos demasiado en los alardes formales. Peligro del que ni el mismo autor se ha visto exento. Su estilo -si bien no nos parece un descubrimiento- tiene la enorme virtud de salir de adentro, de lo que cuenta; de manera que, en sus mejores páginas, fluye naturalmente, como una necesidad: no como un método de más o menos sutil aplicación. Sin embargo, se nota en Vargas Llosa una preocupación tan evidente por la forma (acosado, tal vez, por la búsqueda de la que hablábamos) que, en muchos casos, se deja arrastrar por una vorágine de palabras cuya belleza de expresión no disimula su inconsistencia; y disminuye (al equipararlas) la significación de situaciones donde la palabra y el hecho están perfectamente ensamblados. Pero, como suele suceder con los grandes libros, no es precisamente lo formal lo que hace de La ciudad y los perros una hermosa novela: sino el universo en que se desenvuelve. Dolorosa adolescencia que se parece a la de cada uno; y donde todos reconocemos esa terrible, impiadosa organización del mundo al que, poco atrás, soñábamos conquistar con nuestros barriletes, el amor, muchos poemas; y que, de golpe, reconocemos frío, inhóspito como los corredores del colegio Leoncio Prado, obligándonos a ser más fuertes de lo que somos.

Sobre las distintas maneras que tienen de acercarse a ese mundo tres adolescentes está estructurada la novela. Alberto, el poeta, un miraflorino de la clase alta (en quien presumiblemente se haya elegido Vargas Llosa, y cuya historia, acaso por eso, se cuenta en tercera persona); Ricardo Arana, el Esclavo, de esos seres que no pueden sobrevivir en una realidad donde es necesario pisar antes que te pisen; y el Jaguar, un chico sin nombre, que con la plata del primer robo compró pinturitas para su formal amiga de siempre impecables delantales blancos; de los que no tienen nada que perder. Todos acosados entre la disciplina drástica que les imponen, y la otra -tan o más dura-, la que nace a contrapelo, como un grito de rebeldía, o de miedo. La historia de estos dos últimos personajes se narra en primera persona. Monólogos que atraviesan la novela a ramalazos de recuerdos, sensaciones, sucesos; rompiendo los tiempos, superponiendo y entremezclando los planos, como en la memoria o el sueño. Aquí las virtudes estilísticas de Vargas Llosa alcanzan su más alto nivel. Existe un tercer monólogo (el del Boa) que -aunque es quizá el de construcción más ardua, en el que el autor extrema el cuidado de su técnica- desequilibra la novela por su innecesariedad. Volvemos a la conjunción fondo-forma. En su monólogo, el Boa cuenta una serie de hechos importantes para la narración, en efecto, pero que bien pudieron incluirse en la tercera persona, sin inflar artificialmente un personaje secundario, que no tiene historia propia, que no existe salvo por lo que dice de los otros, pero que tampoco es el narrador.

No. Son Alberto, Ricardo y el Jaguar la pieza central de esta maquinaria, y un cuarto personaje: la violencia, la palanca que la hace andar. Tres muchachos empeñados en hacerse hombres; unidos extrañamente, sin saberlo, por el amor a una misma mujer. Que es más que una mujer. En Alberto, Teresa es la necesidad de ser como todos, de mezclárseles aunque sea a través de otro: “cómo explicarle”, dirá, “que, precisamente, lo único que le avergonzaba en ese tiempo era no ser como Teresa, alguien de Lince, o Bajo del Puente, que su condición de miraflorino en el Leoncio Prado era más bien humillante”. En Arana y el Jaguar, la excusa para escapar de un sistema que no pueden aceptar. Son dos versiones de un mismo miedo. Un oscuro eslabón los une como un íncubo a un súcubo. “Ahora comprendo mejor al Esclavo”, dirá el Jaguar después de su muerte; “para él no éramos sus compañeros, sino sus enemigos”. También para el Jaguar son enemigos: sólo que él ha aprendido la regla. Aunque se avergüence de eso, como Arana de su debilidad. He aquí la palabra clave: vergüenza. Avergonzarse de ser chicos todavía, de tener miedo, de la ternura, de cualquier rasgo humano que los aleje del ideal impuesto por la dictadura de la fuerza. En ese empeño, Cava será expulsado, Alberto engañará a su amigo, Ricardo Arana encontrará la muerte. Y el Jaguar se convertirá en un asesino.

Hasta la muerte de Arana, con la que finaliza la primera parte, la novela, como opina Roger Caillois, es “una de las obras maestras de la literatura en lengua española”. Pero faltan una segunda parte y un epílogo. En ellos La ciudad y los perros se alarga innecesariamente introduciendo personajes nuevos y colocando sus problemas en primer plano (el teniente Gamboa, el Mayor); agregando detalles de la vida anterior de Alberto, que son sólo eso: detalles; empecinándose en la solución de un asesinato que no necesitaba un autor porque, en realidad, no tuvo un autor. Todos somos culpables de muertes como la de Ricardo Arana. De cualquier modo, esto hace sólo a los mayores o menores afectos literarios. Lo fundamental es que, en esta segunda parte, la novela se empieza a desarticular ideológicamente.

Hasta la muerte del Esclavo, hay la delación de un sistema; no se toma partido: se trata de mostrar como son las cosas. Y eso bastaba. Pero resulta que al final, el único personaje salvable es el teniente Gamboa; quien podrá ser el mejor, el más lúcido, de un régimen oprobioso, pero es un exponente de ese régimen. Y no era necesario omitir su historia. Más bien, contrabalancearla. Alberto es de los que consienten; siempre se supo que pertenecía a la clase de los que merecieron y repetirán: “cosas de chicos”. Como tantos otros. Arana es de los que sucumben. Pero el Jaguar no pertenece ni a unos ni a otros. Ya que se respetó a Gamboa, manteniéndolo fiel a sí mismo hasta el final, por qué traicionar al Jaguar otorgándole un empleo bancario, como si eso fuera bastante para borrar una vida de resentimientos y hambre. Es lástima que el golpe que se recibe al padecer esta novela se destañe con el sospechoso tinte conformista de las últimas páginas. Acaso Vargas Llosa creyó preciso agregar esta parodia de final feliz para que no se salvara nadie. No hacía falta. Los hombres (no los personajes arquetípicos: los hombres de verdad) nunca se salvan. Y Vargas Llosa nos ha hablado de gente así, gente de veras. Entendimos que esos adolescentes están, crecerán o han crecido; que de su crueldad, y su impotencia, y su torpe amor, se harán nuestro tiempo y nuestra historia. Eso es lo que nos importó de esta hermosa novela. Y es bastante.

 

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