“Todos están derrotados de antemano”: Reseña de Ariel Dorfman (1965)

 

Ariel Dorfman (Buenos Aires, 1942) es un reconocido escritor y crítico literario argentino-chileno afincado desde hace décadas en Estados Unidos. Se hizo ampliamente conocido gracias al libro Para leer el Pato Donald (1971), escrito con Armand Mattelart. Con docenas de ediciones y cientos de miles de copias vendidas, se convirtió en su momento en un manifiesto contra el colonialismo cultural y lectura obligatoria para quienes buscaban herramientas para cuestionar las múltiples formas de penetración cultural norteamericana. Dorfman es también autor de varias novelas, libros de memorias y obras de teatro, incluyendo La muerte y la doncella (1990), posteriormente llevada al cine bajo la dirección de Roman Polanski.

Dorfman estuvo desde muy joven vinculado a la izquierda intelectual y política chilena y latinoamericana. Participó del proyecto socialista liderado por Salvador Allende en Chile y, tras el golpe estado de Pinochet, marchó al exilio. Fue colaborador de Casa de las Américas y jurado del premio de novela de la institución del mismo nombre en 1973. Su libro sobre el Pato Donald fue reeditado en Cuba por la Editorial de Ciencias Sociales en 1974.

Dorfman publicó una reseña de La ciudad y los perros en la revista chilena Ercilla el 1 de diciembre de 1965. En ella subrayó, como lo han hecho otros críticos y lectores, los componentes “bestiales” de la novela que operan como denuncia de la animalización del ser humano en sociedades e instituciones patriarcales, autoritarias y violentas donde reinan la traición y la mentira. Para Dorfman, el único personaje “humano” terminaría siendo la Malpapeada, “que es leal con uno de los muchachos y lo sigue fielmente todos los días”. Dorfman parece identificar la condición humana con la lealtad y la animalidad con la traición, una postura algo simplista y que asume unos emparejamientos cuestionables en torno a la condición humana y la animal. Por otro lado, Dorfman resalta, como también lo han hecho otros críticos, la visión pesimista que se desprende de La ciudad y los perros: “aquí todos están derrotados de antemano, esclavo, poeta, jaguar, hombre … No hay escapatoria para el hombre en esta novela”.

En 1971 Dorfman volvería a escribir sobre La ciudad y los perros en un extenso artículo publicado en Casa de las Américas en el que analizó comparativamente las novelas de Vargas Llosa y José María Arguedas. A pesar de las semejanzas que encontró en sus narraciones, Dorfman sugiere que ellos representan “dos modos radicalmente opues­tos de ver el mundo, las dos cosmovisiones que en este momento se disputan el futuro cultural de America, los dos dia1ogantes en una conversación que es la esencia de nuestro continente”. Los dos autores analizados representan “las dos dimensiones de América: la cárcel y la liberación de esa cárcel, los dos polos imagina­tivos desde los cuales se derrama la tensión que permite al hombre vivir y buscar su humanidad. América no es ni el mundo de Vargas Llosa ni el de Arguedas: es el diálogo sintético que ambas visiones sostienen. Se necesitan mutuamente, se llaman con desesperación … Vargas Llosa rompe mitos, rompe convenciones, rompe comodidades; Arguedas construye mitos”.  Y agrega:

Para Arguedas la subversión fundamental de la literatura es política y social, en su sentido profundo, de liberación; para Vargas Llosa, la subversión es literaria, in­dividual, rompedor de mundos categóricos, establecidos. Ambos luchan, desde diferentes trincheras, contra lo estático, contra la muerte … América es lo suficientemente grande como para contener a ambos.

Continuando con el rescate de reseñas importantes o poco conocidas de La ciudad y los perros, transcribo a continuación el texto íntegro de la reseña de Dorfman. He corregido errores de transcripción en las citas de la novela.

“Réquiem para un animal”

Ariel Dorfman

Ercilla, Año XXXI, No. 1591, 1 de diciembre de 1965

“Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen?”, un cadete pregunta a un “perro”, nombre que reciben los alumnos que ingresan por primera vez a la Academia Militar. “No sé”, el alumno-perro responde. “Pelean -dice la voz-. Ladran y se lanzan uno encima del otro. Y se muerden”.

Hay otro alumno que también está siendo bautizado por los del grupo superior. El joven lo mira: “Era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca y de pronto el Esclavo sintió en el hombro un mordizcón de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó y mientras ladraba y mordía, tenía la certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como un látigo”. La transformación de este muchacho de 13 años en un animal es la esencia del mundo literario del peruano Vargas Llosa (Ercilla 1530), el autor de Los jefes (1957 [sic]) y La ciudad y los perros, novela que estuvo a punto de recibir el Premio Formentor 1963.

La idea darwiniana del hombre como una bestia, como un ser instintivo que debía luchar por sobrevivir en un mundo que eternamente lo derrotaba, ha sido formulada con insistencia en Europa y América en los últimos cien años. Pero Vargas Llosa es la culminación de esta creencia. En Los jefes, colección de cuentos que escribió a los 21 años y que recién ahora alcanza éxito en todas las capitales sudamericanas, tenemos un antecesor de La ciudad y los perros: es un primer paso en la mostración de la bestialidad del hombre, que lucha por lo que desea: sexo, poder, dinero. Pero en este primer libro, la visión sólo es parcial, fragmentada: no hay un mundo existencial complejo detrás de esa lucha. En uno de los cuentos, por ejemplo, aparece un colegio semejante a la Academia Militar de Lima; pero no encontramos aquí problemas de incomunicación. En otro hay una cacería humana; pero no existe preocupación por la psicología de los personajes. Predomina la acción, la batalla, los duelos. Muchachos de 10 años, adolescentes de 15, hombres, delincuentes: todos luchan. Con puños, navajas, músculos, fusiles. El hombre mata al hombre.

La muerte del héroe

En este tipo de mundo, cuya culminación es la Academia de La ciudad y los perros, hay una virtud: ser fuerte. Y sólo un defecto: ser débil. Los muchachos, para poder sobrevivir, se agrupan en sociedades secretas de autodefensa. Aprenden a solidarizar entre ellos, a no traicionarse, a soportar calladamente el dolor. Ahí donde el poder es lo único que importa, el hombre puede asesinar, robar, mentir; porque el gran pecado es la delación, la cobardía. El hombre está arrojado al mundo, indefenso, y debe defenderse, debe salvarse.

Más allá de este reducido sector de la realidad, más allá de las murallas de esa escuela, del liceo, barrio, rancho de Los jefes, Vargas Llosa nos deja entrever un mundo exactamente igual: todos los medios sociales muestran una lucha feroz, todas las edades tratan de disfrazar, mientras se muerden, esa verdad única: el hombre es un perro. (Una adolescente “solo vio a dos mujeres y a un perro: los tres escarbaban con empeño en unos tachos de basura, entre enjambres de moscas”). Pero además de una bestia, el hombre sería un enmascarado. Huye del salvajismo creando mitos irreales: en vez de mordiscos habla de la gloria militar y el honor, en vez del sexo habla del amor rosado e inocente, en vez de la derrota segura y la amenaza piensa en la vida fácil, la existencia azucarada que muestran las películas.

El cuento principal de Los jefes transcurre en una escuela. La ciudad y los perros, en un recinto educacional militar. El cambio no es casual. Muestra que el autor ha clarificado la diferencia entre ilusión y realidad, que apenas se esbozaba en su primer libro, donde no había distancia entre el ideal que proponía el personaje y la realidad lacerante que negaba ese ideal. El militar siempre ha encarnado para toda sociedad humana la imagen del héroe, de aquel que se impone al mundo y al destino por medio de su propio esfuerzo. Para estos cadetes, alimentados todo el día con frases sobre la gloria, la lucha y el heroísmo, resulta aún más terrible el hecho de que haya verdaderamente un mundo de lucha, de jungla. (A uno “lo orinaban cuando dormía, le cortaban el uniforme para que lo consignaran, escupían en su comida, lo obligaban a ponerse entre los últimos aunque hubiera llegado primero a la fila”). Es un mundo oculto, sobre el cual nunca se habla, que el hombre evita. Vargas habla de esta realidad: no tiene miedo de enfrentar al hombre con un espejo que lo refleje con garras y colmillos.

Los derrotados

Hay tres personajes fundamentales en la obra. Uno es el readaptado, el cobarde, el que tiene sensibilidad, pero no puede sobrevivir en ese mundo: Ricardo, apodado el Esclavo. (“Nunca sería como el Jaguar, que se imponía por la violencia, ni siquiera como Alberto, que podía desdoblarse y disimular para que los otros no hicieran de él una víctima. A él lo conocían de inmediato, tal como era, sin defensas, débil, un esclavo”). Es el que no tiene cabida en la sociedad, el que nació para morir solo. En un momento piensa: “En el fondo todos ellos son amigos. Se insultan y se pelean de la boca para afuera, pero en el fondo se divierten juntos. Sólo a mí me miran como a un extraño”. Nunca fue animal y nunca podría haber sido héroe: lo matan.

El otro personaje es Alberto, “el Poeta” (porque escribe pequeñas novelas pornográficas para sus compañeros). Sentimental, incapaz de sobreponerse al ambiente superficial en que vive, es el ser humano que se encuentra siempre en una posición intermedia, que trata de participar en todo y fracasa: le gustaría ser duro sin perder su ternura; quisiera amar a una muchacha pobre, pero prefiere el prestigio social de una adinerada; quiere vengar la muerte del Esclavo, su amigo, pero tiene miedo de ser expulsado. Se entrega finalmente a una vida mediocre. Es el que imita al animal, que pudo haber sido héroe y no lo fue.

El Jaguar es el último personaje. El mismo tipo de persona que protagoniza los relatos de Los jefes, en esta novela su posición se complica, psicológica y técnicamente: narra la mitad del libro, pero lo hace de tal manera que nosotros solamente conocemos su identidad al final. Es el líder, indómito, salvaje. “Él es distinto. No lo han bautizado … Ni les dio tiempo siquiera. Lo llevaron al estadio conmigo … Y se les reía en la cara, y les decía: «¿Así que van a bautizarme?, vamos a ver, vamos a ver». Se les reía en la cara. Y eran como diez”. Es el que impone el espíritu de solidaridad, el odio al soplón, el desprecio al cobarde. Es el héroe. Pero lo es porque es el animal, un jaguar, animal maravilloso por cierto, pero de todos modos animal. Solitario, a él también lo derrotan, abandonándolo.

Esta novela es distinta dentro de la literatura hispanoamericana, donde casi siempre se presenta el mismo dilema: ser auténtico o inauténtico. Aquí no existe esa encrucijada: aquí todos están derrotados de antemano, esclavo, poeta, jaguar, hombre. No hay autenticidad posible: se debe elegir entre ser un animal heroico o un muñeco civilizado, carente de dignidad. No hay escapatoria para el hombre en esta novela, ni tampoco para el peruano, ya que esta misma visión de lucha se proyecta al Perú, donde las diferentes secciones del país también se odian. (Dice un limeño: “cómo me chocó cuando entré aquí la cantidad de serranos. Son más que los costeños. Parece que se hubiera bajado toda la puna, ayacuchanos, puneños, ancashinos, cuzqueños, huancaínos … , son lo más traicionero que hay en el mundo. Nunca se te paran de frente”).

Ilusión del amor

¿Y el amor? Tampoco existe: también se ve como un mito, el más engañoso de todos, el que parece salvar, pero que no logra convertir al animal en ser humano. Todos son incapaces de comunicarse. Viven una intensa vida interior que se traduce en monólogos que sólo el lector puede escuchar; pero entre ellos no hay contacto posible. Sufren, encasillados en su silencio vegetal. El sexo es un acto que termina en uno mismo. Si hay amor está visto como si saliera de un cuento de hadas donde todo termina bien; es la ironía del amor encantado. De nuevo, el hombre se debate entre la brutalidad y la idealización: el único vínculo entre los muchachos, los jefes, los delincuentes, es el compañerismo, la creencia de que ninguno de ellos será delatado por su amigo.

Hay, sin embargo, alguien que ama de verdad en la novela de Vargas Llosa. Dice un personaje: “Basta que abriera los ojos y ahí mismo la veía, mirándome, y a veces yo no podía dormir con la idea de que se pasaba la noche a mi lado sin bajar los párpados, eso es algo que pone nervioso a cualquiera, que lo estén espiando, aunque sea una perra que no comprende las cosas pero a veces parece que comprende”.

El único ser “humano” es, por tanto, la perra, la mascota que es leal con uno de los muchachos y lo sigue fielmente todos los días. Una vez lo molesta demasiado; la venganza no tarda en llegar: “Yo le había tapado el hocico con una mano y con la otra le daba vueltas a la pata, como al pescuezo de la gallina que se tiró el serrano Cava, pobre. Le estaba doliendo, sus ojos decían que le estaba doliendo, toma perra para que aprendas a fregar cuando estoy en la fila, para que te aproveches, soy tu pata pero no tu cholito, nunca muerdas cuando hay oficiales delante. La perra temblaba calladita pero sólo cuando la solté me di cuenta que la había fregado, no podía pararse, se caía y su pata se había arrugado, se levantaba y se caía, se levantaba y se caía y comenzó a aullar suavecito … La he fregado, se quedará coja para siempre”.

Vargas Llosa ha examinado ya más detalladamente los supuestos en que se construía el mundo de Los jefes: el resultado ha sido La ciudad y los perros, una novela que habla de la muerte. La muerte del héroe, del amor, pero especialmente la muerte de Dios. Muerte por indiferencia. No hay Dios para el esclavo muerto; ni para el Poeta mediocre; ni tampoco para el Jaguar derrotado. Ni para la perra coja…

Es la novela atea de nuestro siglo.

 

 

 

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