Leyendo La ciudad y los perros en el Leoncio Prado: el testimonio de César Hildebrandt

Hildebrandt Perez Treviño,CésarCésar Hildebrandt, cadete del Colegio Militar Leoncio Prado

Nuestro conocimiento sobre la recepción de La ciudad y los perros al interior de la comunidad leonciopradina es limitado y por lo general se ha reducido a la reacción desaforada de las autoridades y la supuesta quema de ejemplares de la novela en el patio del colegio. El testimonio del destacado periodista peruano César Hildebrandt permite echar luces sobre algunos aspectos poco conocidos de esta historia.

Hildebrandt estudió en el Colegio Militar Leoncio Prado entre 1962 y 1964, es decir, era cadete del cuarto año cuando se publicó La ciudad y los perros en Barcelona y del quinto cuando apareció la edición peruana de Populibros. En 2010, cuando Vargas Llosa recibió el premio Nobel, Hildebrandt publicó un artículo en el que recordaba su primera lectura de la novela y ofrecía detalles valiosos sobre su circulación y recepción entre algunos profesores y alumnos del Leoncio Prado. Hildebrandt, además, negó rotundamente que se hubiera producido la famosa quema de ejemplares de la novela, un testimonio que refuerza lo que intenté demostrar en Biografía de una novela. Hildebrandt sugirió que pudo haber sido Carlos Barral quien inventó el episodio, una hipótesis que considero insostenible. Se equivoca también Hildebrandt al decir que Vargas Llosa salió del Leoncio Prado “a la mala, antes de terminar la secundaria y por razones disciplinarias”, pues no hay evidencias de que ello hubiera ocurrido así. Reproduzco aquí los párrafos pertinentes de ese artículo de Hildebrandt:

Tenía yo quince años cuando leí La ciudad y los perros. Al estupor que me produjo el libro se añadía el morbo de que la historia del Jaguar, el Serrano, el Esclavo y Alberto transcurrían en el colegio donde yo estudiaba, el Leoncio Prado.
Nunca fue cierto que el libro se quemara en una pira nazi en el patio central del colegio, frente a la guardia de prevención. Esa fue una leyenda que le hizo mucho bien a las ventas y que imagino fue una ocurrencia de Carlos Barral, el sagaz editor catalán que había apostado por Vargas Llosa.
El Leoncio Prado era en aquel entonces, desde el punto de vista de la educación impartida, un gran colegio, pero Mario había salido de allí en 1951, a la mala, antes de terminar la secundaria y por razones disciplinarias. De modo que el libro era, aparte de una gran novela, una venganza. Con los años entendí de qué se trataba todo eso: Mario no solo había ajusticiado al colegio que lo había hecho infeliz sino que había ajustado cuentas con su padre, quien fue el que impuso su traslado a ese establecimiento militarizado y a veces brutal, y a quien Mario jamás pudo querer porque encarnaba todo lo que él odiaba desde los forros: la grisura, el autoritarismo violento, los tiesos valores chauvinistas de alguna clase media peruana.
Pero volvamos al libro. Mi primer contacto con aquella novela inaugural de Vargas Llosa fue porque mi profesor de literatura, Rubén Lingán, la empezó a leer, en voz alta y con la puerta cerrada, en pleno salón de clases. Jamás olvidaré su voz teatral diciendo: “Mientes, serrano, no es verdad. Juro que las he visto. Así que fuimos después de la comida…”
Ese cambalache de tiempos narrativos, esos saltos de la perspectiva, esa sucesión a veces caótica del punto de vista, resultaban espléndidos para una historia tan trenzada como la de La ciudad y los perros.
Pero lo mejor era que, por primera vez en mi breve vida de lector, sentía que ese libro no era “literatura” sino vida impresa. La calle hablaba en ese libro, los personajes estaban próximos porque la oralidad los hacía latir, las maldades eran tan creíbles como los sufrimientos, la vulgaridad estaba tan bien recreada que en la escena en la que el Jaguar defeca delante de su pandilla yo cerré el libro por un instante porque tuve ganas de vomitar. Ese no era un libro tradicional con un narrador omnisciente: era una bitácora, un cuaderno de voces que, prescindiendo del mago, tejían esa historia coral donde todo parecía caber: la extrema maldad y la ternura más atenta. (“Contra viento y marea”, Hildebrandt en sus trece, No. 25, 8 de octubre de 2010).

Resulta interesante constatar que hubo profesores que no sólo leyeron la novela apenas fue publicada sino que además compartieron su lectura con los cadetes. Este acto casi subversivo iba a contracorriente, por supuesto, de los deseos de los militares, para quienes la novela era una afrenta contra el honor de la institución y no habrían aceptado que circulara abiertamente entre profesores y alumnos.

Cadetes_CMLP_1964Cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado en 1964

En una entrevista de 2012 con Orlando Mazeyra Guillén, César Hildebrandt vuelve a ofrecer algunas reminiscencias de su paso por el colegio militar y de su lectura de la novela de Vargas Llosa. Reproduzco aquí, con permiso del autor, algunos párrafos de esa entrevista.

—A los once años, ¿en qué colegio estudiaba? —le pregunto de inmediato.
—En un colegio privado, El buen ángel.

EL COLEGIO COMO MEDIO DE SOCIABILIZACIÓN FORZADA

—El traslado de esa institución privada al colegio militar Leoncio Prado habrá sido muy brusco para usted.
—El cambio fue brusco, sí. Lo que pasa es que yo era un ermitaño vocacional…
—Pertinaz —lo interrumpo.
—Pertinaz y vocacional. Era un huraño gozoso. Y, claro, tenía una serie de rebeldías que acompañaban esa soledad. Mis padres consideraron que una sociabilización forzosa era un buen camino: «así que si no quieres ser sociable, pues aquí vas a ser sociable». Y estuve tres años en el colegio militar llenándome de papeletas y castigos. Llegó un momento en el que no salí durante dos meses seguidos.
—Entonces en su caso la razón para matricularlo en el Leoncio Prado fue sociabilizarlo…
—Exacto. Pero lo único que lograron fue confirmar en mí un montón de rebeldías. El colegio me producía tal ira por, digamos, su estructura: un chico de quince años mandando a un chico de catorce y un chico de dieciséis mandando a un chico de quince; es decir, nos tratábamos como militares entre adolescentes, una ocurrencia medio perversa. Entonces yo era el pecador constante: fumaba, usaba prendas antirreglamentarias, no estaba a la hora en la formación, me escapaba de ciertos regímenes…
—Pero a su vez era el número uno…
—No, no era el número uno pero sí era un alumno destacado. Siempre fui un cadete distinguido. Se nos llamaba así: «cadete distinguido». Porque siempre tenía un promedio por arriba de 80, o sea, por arriba de 16.
—Y dirigía el club de periodismo…
—Ah sí, dirigía el club de oratoria, dirigía el club de periodismo, me dieron la responsabilidad de hacer el anuario. Entonces fue una experiencia inolvidable para mí.

EL AJUSTE DE CUENTAS DE UN GRAFÓMANO

—Justifica, como exalumno del colegio militar, la venganza de Vargas Llosa cuando dice, en la crónica que escribió en su semanario luego de que ganara el premio Nobel, que con La ciudad y los perros, entre otras cosas, él había «ajusticiado al colegio que lo había hecho infeliz»…
—Sí, digamos que reducir La ciudad y los perros a un acto de venganza me parece un poco abusivo. ¡La ciudad y los perros es una gran novela! Se nutre del desasosiego que a Mario Vargas Llosa le produjo la disciplina surrealista del colegio militar. Y en el caso de Mario es mucho más entendible porque el padre de Mario mete a Mario en el Leoncio Prado precisamente para que el Leoncio Prado sea la continuidad del carácter del padre: el Leoncio Prado es el padre pertinaz y persecutorio que le exige a Mario Vargas Llosa una serie de disciplinas y una serie de virilidades que Mario no acepta. ¡Mario odia a su padre! Y, por lo tanto, odia al colegio porque es el colegio que ha elegido su padre y que además se parece a su padre en materia de marcialidad, solemnidad y propósitos «grandes», entre comillas. Pero, fundamentalmente, La ciudad y los perros es una extraordinaria novela, posee una de las mejores estructuras, de verdad. Mario tiene tres grandes libros: sus tres primeras novelas. Todo lo demás de Mario es menor: ¡todo, absolutamente todo! Pero con esos tres libros Mario pasó a la historia. ¡No necesitó más! Es un maniaco de la palabra, es un grafómano.
—En su caso fue algo muy especial: usted  leyó esa novela siendo alumno del Leoncio Prado. Es más, su profesor de literatura les leía la novela…
—Rubén Lingán, un gran profesor, que era además profesor de teatro, nos lee emocionado y con la voz baja por si acaso no fuera a escuchar algún teniente que paseara por los pasadizos.
—Con fruición les leía la novela…
—Con fruición, y nosotros escuchando con una emoción porque era impresionante: una novela sobre nosotros. ¡Increíble! «Cuatro», dijo el Jaguar. Jamás olvidaré esa voz de Rubén Lingán leyéndonos La ciudad y los perros, capítulo por capítulo, ¡en clase!, media hora dedicada a la novela: en fin, fue una manera de reconocernos. Después todos, en la primera salida que tuvimos, compramos el libro. Bueno, no digo todos, pero un buen grupo, y luego de leer la novela intercambiamos impresiones. La leí y la volví a leer y me gustó más porque entendí muchas más cosas.
—Al terminar de leer su crónica, don César, uno quiere volver a leer a Vargas Llosa. Por ejemplo, cuando usted cuenta que en la parte en la que el Jaguar defeca frente a su pandilla cerró el libro porque sintió ganas de vomitar está invitando al lector a volver a la novela…
—Es que soy un lector entusiasta. Entonces la lectura, en mi caso, equivale a más de la mitad de mi vida, me he perdido de muchas cosas en la vida, pero no me arrepiento.  

Queda claro que hubo profesores y cadetes que se sintieron atraídos por la novela (y la publicidad alrededor de ella) y tuvieron acceso a su lectura. Para los adolescentes del Leoncio Prado tiene que haber sido deslumbrante, aún para aquellos que no tenían afición por la literatura, escuchar (y en algunos casos, leer) esas historias que ocurrían en las aulas, pasillos, dormitorios y patios que ellos recorrían a diario. Y más de uno debió sentirse identificado con los personajes y las situaciones que Vargas Llosa fabricó en La ciudad y los perros.

Fuentes de las fotografías:

César Hildebrandt, cadete del Colegio Militar Leoncio Prado: http://elimaginaria.blogspot.com/2015/12/mi-primera-entrevista.html

Cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado en 1964: http://elimaginaria.blogspot.com/2012/06/el-famoso-lalo-pon-pon.html

Nota. Agradezco a Orlando Mazeyra Guillén la autorización para reproducir un fragmento de su entrevista con César Hildebrandt.

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