Karla Suárez, escritora cubana nacida en La Habana en 1969 y actualmente residente en Lisboa, comparte algunas reminiscencias de su primera lectura de La ciudad y los perros a fines de la década de 1980. Este fragmento es parte de un texto algo más extenso escrito en la forma de una carta a Vargas Llosa.
Carta a un gran escritor
Querido Mario:
[…]
Leí La ciudad y Ios perros por primera vez a finales de los ochenta en una biblioteca. Alli mismo leí la mayoría de sus novelas publicadas hasta aquel momento. En casa sólo teníamos Los cachorros en la edicion cubana de Casa de las Américas de 1968 que fue realmente el primer libro suyo que leí y el que me llevó a salir corriendo en busca de los otros. O sea que, gracias al desdichado Pichulita Cuéllar de Los cachorros y a sus amigos, yo salté los muros del colegio militar Leoncio Prado de Lima para conocer al Jaguar, al Poeta, al Esclavo y al Teniente Gamboa de La ciudad y los perros.
Desde que leí la primera frase supe que el libro iba a gustarme. Había unos cadetes en la penumbra planificando una acción secreta. Yo no sabía de qué se trataba, pero el misterio de la conversación me hacía pensar que para ellos era algo muy importante y, en cualquier caso, era algo que ya a pocas líneas de lectura, comenzaba a interesarme sobremanera. Me gusta imaginar que los lectores entran en los libros como quien apoya las manos en el marco de una ventana y se asoma en silencio para presenciar una historia, hasta que en algún momento, sin que el lector tenga conciencia de ello, deja de ser un simple observador y pasa al otro lado. Así comencé yo, apoyada en la ventana, pero no pude observar durante mucho tiempo porque inmediatamente caí, apenas comencé a leer ya estaba dentro de la historia. De repente, los rostros de aquellos muchachos se volvieron nítidos. Era como si hubieran comenzado a encender las luces en las páginas y yo pudiera ver claramente quien era cada cual y escuchar los susurros al lado mío. Luego me enteraría de que ellos formaban el grupo autodenominado el Círculo, que aquella noche el Cava iba a robar el examen de química, que el Poeta y el Esclavo estaban de guardia -este ultimo cubriendo el turno del Jaguar- y que los hechos de esa noche desencadenarían una historia tremenda, todo eso lo sabría después, pero en apenas dos páginas, ya los personajes estaban definidos y yo tenía la impresión de conocerlos de toda la vida.
Creo que esto fue lo primero que me impresionó de ese libro y que luego comprendí que es una constante en su obra: la construcción de los personajes. Seguramente tiene que ver con mis intereses, porque yo quería poder crear buenos personajes y leerlo a usted era fascinante. Sin necesidad de grandes párrafos explicativos, va definiendo tanto física como psicológicamente a cada cual, a veces con pequeñas descripciones, otras dejando que hablen ellos mismos. El Jaguar, por ejemplo: repite, replica y ordena. Mientras que el Cava: murmura y susurra. El Esclavo dice: “No me gusta pelear. Mejor dicho, no sé”. Mientras que el Poeta explica: “Yo me hago el loco, quiero decir el pendejo. Eso tambien sirve, para que no te dominen.” Yo quería poder crear personajes así, que casi pueden tocarse de tan sólidos que resultan, que tienen rostro y que, lejos de cualquier estereotipo, son perfectamente identificables.
Con unos personajes tan bien caracterizados como los de La ciudad y los perros ya tenemos un gran libro. Uno hasta podría decirse, bueno pues ahora cualquier cosa que me cuenten me la creo. Por tanto no hace falta una gran historia, basta con hablar de lo que sucede en el colegio, las consecuencias directas del robo del examen y ya está. En definitiva, es la primera novela de un joven autor. ¿No es cierto?
Cierto, sí, sólo que este joven autor -usted- no se conforma con una pequeña historia, porque le encanta contar historias, esa es su vida, usted se ha tragado la solitaria de la que hablaba antes y para ella vive. ¡Qué gran placer para los lectores! En La ciudad y las perros, el grupo de cadetes de la escuela es el centro de todas las historias, de la que ocurre dentro de los muros del Leoncio Prado, pero también de las que suceden fuera, que se van alternando con la trama principal en las voces de narradores diferentes. Y así capítulo a capítulo se va construyendo o reconstruyendo la sociedad peruana. Aunque, bien mirado, yo no me limitaría a pensar sólo en el Perú, porque los conflictos que narra esta novela están o han estado presentes en casi todas las sociedades modernas: la violencia, los prejuicios raciales, las diferencias de clases, la jerarquía y el autoritarismo de los militares, la corrupción, el poder ejercido a todas las escalas- el pez grande que se come al chiquito-. Son tantas las historias que se cuentan que a veces da la impresión de que el libro pasa muy deprisa. Y, en mi caso, cuando llegué al final fue como si me quitaran un pedacito de mi propia vida, como si todos los cadetes, a quienes ya conocía, se fueran de viaje para no volver nunca. Luego volvieron, porque no he podido evitar releer el libro.
Fuente: Karla Suárez, “Carta a un gran escritor”, en Vargas Llosa. De cuyo Nobel quiero acordarme (Madrid: Instituto Cervantes, 2011), pp. 85-95.