“Una novela titubeante”: La autocrítica de Vargas Llosa

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Primera página de uno de los borradores de La ciudad y los perros

A lo largo de sus casi seis décadas como escritor, no son muchas las oportunidades en que Vargas Llosa ha expresado reparos serios a sus obras de ficción, más allá de expresiones genéricas en el sentido de que todas podrían haber ser sido mejores. Cuando su autocrítica ha sido más específica, su libro de cuentos Los jefes ha sido el más señalado: publicado originalmente en 1959, ya hacia 1963 Vargas Llosa consideraba que esos cuentos eran “flojos” y dudaba si debía autorizar su reimpresión dentro de la colección “Populibros” que dirigía Manuel Scorza, algo que finalmente aceptó. Con los años, y una vez consagrado como escritor, no tuvo más remedio que aceptar que las reimpresiones de Los jefes se multiplicaran: en pocos años apareció en Argentina (Jorge Álvarez, 1965), Perú (José Godard, 1968), Chile (Editorial Universitaria, 1970), y España (Barral, 1970). También en 1970 se publicaron dos cuentos de Los jefes (“El desafío” y “Día domingo”) junto con Los cachorros dentro de la masiva colección Biblioteca Básica Salvat, cuyos tirajes eran de varios cientos de miles de ejemplares. En 1974 la editorial Aguilar incluyó Los jefes en su popular colección de minilibros “Crisol”. Luego se ha publicado docenas de veces en español (con frecuencia junto con Los cachorros) y se ha traducido a varios idiomas. En 1979 Vargas Llosa escribió una “Autocrítica” centrada, precisamente, en esos dos libros. Los cuentos de su primer libro, escribió, “no valen gran cosa”, aunque resaltó el cariño que les tenía porque le traían recuerdos de “años difíciles”.

MVLL_Los cachorros_Salvat Vargas Llosa leyendo la edición de Salvat de Los cachorros y otros cuentos

Pese a sus indudables méritos y los elogios que ha recibido a lo largo de los años, La ciudad y los perros es, si dejamos de lado Los jefes, el libro con el que Vargas Llosa ha sido más severo. En una entrevista de 1983 hizo reparos a ciertos aspectos de la técnica narrativa que utilizó en la novela, haciéndose eco, de alguna manera, de las observaciones que críticos como Luis Harss habían formulado mucho tiempo atrás: “Hay una complicación innecesaria para referir episodios que no exigen esa complicación, y creo que es una cosa muy típica del joven que comienza a escribir, que cree que la dificultad es sinónimo de profundidad y de complejidad. Después uno descubre que no, que, al contrario, la profundidad y la complejidad es más evidente y más convincente también cuando está dada a través de la claridad y de la transparencia.” Pero dejó en claro que eso “no quiere decir que no me sienta solidario con ese libro. Me siento solidario con todo lo que he escrito; pero he evolucionado, he cambiado, y si tuviera oportunidad de corregir y rehacer lo que he hecho, seguro que lo haría” (J. C. Rodríguez-Nájar, “Vargas Llosa y Sendero: Entrevista en París”, La República, Lima, 10 de julio de 1983).

Veinte años más tarde fue aún más severo con su novela leonciopradina. En una entrevista con Sandro Bossio Suárez realizada en 2003 y a la cual accedí gracias a la diligencia y amabilidad de Augusto Wong Campos y Javier Munguía, infatigables investigadores de la obra de Vargas Llosa, el novelista se mostró particularmente crítico con La ciudad y los perros:

– ¿Cree que alguna de sus novelas no debió publicarse?
– Soy muy crítico de mi propio trabajo, pero no soy un filicida, vamos. Si pudiera volver el tiempo, creo que me tomaría más en serio la redacción de La ciudad y los perros.
– ¿La ciudad y los perros? Pero si la crítica insiste en que es una de las mejores novelas latinoamericanas.
– Agradezco la finura de los críticos a ese respecto, pero no concuerdo con ellos. Se trata de una novela primigenia, aún titubeante, con muchos desaciertos.

Pareciera que estamos leyendo al Vargas Llosa cuarenta años más joven que compartía con Abelardo Oquendo las dudas e insatisfacciones con su primera novela: “Podría pasarme toda la vida corrigiendo el texto; a veces es el argumento, que presenta huecos, contradicciones, vaguedades; otras, el diálogo, demasiado forzado, vulgar o rígido; otras, la técnica”, le escribió a Abelardo Oquendo a comienzos de 1962. No creo que la autocrítica sea una expresión de falsa modestia ni un gesto de ingratitud: después de todo, a esa novela le debía haber logrado su sueño de convertirse en escritor.

Sin poner en duda la sinceridad de Vargas Llosa hay, en mi opinión, mucha injusticia en su autocrítica: aunque La ciudad y los perros tiene deficiencias (señaladas por algunos críticos y lectores desde el primer momento) y no alcanza la maestría de sus novelas más consumadas (La Casa Verde, Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo) el impacto que tuvo y la precoz destreza literaria que muestra están muy por encima, me parece, de otras novelas suyas con las que, hasta donde puedo recordar, Vargas Llosa nunca ha sido tan severo. En una entrevista de Heidi Grossman del año 2000, por ejemplo, ante la pregunta “¿Cuáles libros le gustaría reescribir?” contestó: “varios, la verdad. ¿Quién mató a Palomino Molero?, por ejemplo, es una novela que hubiera podido desarrollarse mucho más” (Jorge Coaguila, ed. Mario Vargas Llosa. Entrevistas escogidas, 2010, p. 309). Un comentario tan benévolo con una novela claramente menor dentro de su obra no deja de llamar la atención.

La explicación es sencilla: resulta menos doloroso para Vargas Llosa admitir los defectos de su primera novela, publicada a los 27 años, que los de otras obras escritas en plena madurez y cuyas limitaciones no podrían explicarse por la falta de oficio y experiencia. La autocrítica de Vargas Llosa termina siendo menos rigurosa de lo que habríamos querido.

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