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Desastre

Untitled, Pollo frito (1982)

Desastre es la primera palabra que me viene a la cabeza cuando miro una obra de Basquiat. Desastre, en letras rojas, resonando a lo bestia, en cada rincón del cuadro: caos, anarquía, salvajismo. Me hace pensar en la poesía dadaísta, en la escritura automática, en una sesión de psicoanálisis, un proceso de asociación libre. Mirar un cuadro de Basquiat es como abrirle a un hombre el cráneo de un garrotazo y hurgar dentro a ver qué encuentras. Palabras, ideas, colores y formas, garabatos, todo entremezclado como un cuaderno de notas. La conjugación de palabras e imágenes dentro del mismo cuadro intensifica esa sensación de cuaderno de apuntes, como si los garabatos que acompañaran a las imágenes fueran pequeños esquemas que tratan de ejemplificar algo, o viceversa. El arte de Basquiat se siente íntimo y explosivo al mismo tiempo, grita YO a los cuatro vientos. Es como un cuaderno de notas, sí, o como un muro de facebook o un perfil de instagram: convierte lo íntimo en público, hace del yo un producto de consumo y se vende a millones de dólares. Cualquier idea se convierte en obra de arte, establece una marca (esa corona omnipresente en todas sus pinturas) y produce como loco, con una ansiedad rabiosa, un cuadro tras otro, un fluir de consciencia que es como los huevos de oro de la gallina. Murió de sobredosis con 28 años, cuando se volvió famoso tenía mi edad. Artista kamikaze, bala perdida, enfant terrible. Me pregunto qué habría sido de él y de su obra si nunca hubiera conocido a Andy Warhol ni hubiera entrado en el mercado del arte a través de los circuitos artísticos de Nueva York. Me pregunto si el mercado del arte lo mató. Me pregunto si estudiaríamos hoy sus obras si nada de esto hubiera ocurrido, o si serían otro grafiti al que poca gente presta atención al pasar. El otro día asistí a una charla en el museo donde un hombre al que se considera uno de los mayores expertos en la obra de Basquiat del mundo hablaba a un auditorio lleno de señores mayores y bien vestidos sobre uno de los cuadros de Basquiat, una obra titulada MASONIC LODGE. Me pregunto cuántos de entre el público han dormido alguna vez en la calle o han estado una semana malcomiendo y fumando para engañar al hambre. Me pregunto qué pasaría por la cabeza del millonario de turno que decidió pagar más de un millón de dólares por un lienzo lleno de garabatos y palabras sueltas que grita a los cuatro vientos “ayúdame”. Me pregunto por qué no había ningún estudiante negro, o al menos, no caucásico, en la charla sobre Basquiat del otro día. Me pregunto por qué el mayor experto en su obra es un hombre blanco unos setenta años. Me pregunto cuánto cuesta una chapa con la coronita de turno, Basquiat ®, probablemente más o menos lo mismo que una lata de Coca Cola ®. Todo esto me hace recordar un pasaje de El mapa y el territorio, la novela de Houellebecq, en el cual el protagonista trata de establecer el valor de mercado de sus cuadros. No tiene ni idea de qué deberían costar, así que pone un precio, observa cómo los compradores se abalanzan sobre su obra, y va subiendo, con la mayor indiferencia del mundo. Me pregunto si puede haber un arte legítimo en el capitalismo.

Contract of fiction between Jean-Michel Basquiat and Helmut Al Diez, 1987

P.D.: Algo de música para pensar en estos temas: