Una historia personal de Las cartas del Boom

Para fortuna nuestra, de los lectores del Boom, José Donoso se equivocó. En uno de dos apéndices agregados a la edición de 1983 en Seix Barral de su ya clásica Historia personal del “boom” (Anagrama, 1972), profetizó que de ese grupo de escritores y sus intimidades no quedarían testimonios escritos “porque se viaja demasiado y se habla demasiado por teléfono”. Dijo también que todos excepto Fuentes eran pésimos corresponsales, y lamentó que “las veleidades del corazón” del Boom, esas de las que él habría querido preservar algo, quedarían quizás para siempre secretas.

La rotunda negación de la queja de Donoso es un volumen macizo cuya primera lectura en papel recién concluyo. Leo la última página, y en plena reiteración de un ritual personal acaso ridículo al terminar los libros que más importan, miro y remiro portada, contraportada, lomo, con incredulidad y gratitud, y paso las páginas del principio al final y del final al principio mientras capto frases sueltas y aspiro ese olor singular de una tinta y un papel específicos luego de un contacto reiterado con un lector específico, y al fin me digo, sin titubeos: “Esta es una de mis grandes experiencias como lector”.

El problema no de decirlo o escribirlo sino de publicarlo es que soy parte del equipo masculino, transnacional, multigeneracional y cuatripartita que reunió este en más de un sentido vasto diálogo masculino, transnacional, multigeneracional y cuatripartita, y en casos así, como no habría dejado de observar con su humor particular el Sumo Cronopio, esas-cosas-no-hay-que-decirlas. Hablo de Las cartas del Boom (2023), de Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, cuya presencia para estas fechas se va extendiendo por el ámbito de la lengua castellana en tres ediciones impresas —española y mexicana, de junio, y colombiana, de julio— y una digital, con el aval de numerosos lectores que encuentran entre sus páginas quizás tantos motivos de entusiasmo al leerlo como sus editores al armarlo. Ser parte de ese proyecto, del volumen que junta por primera vez sólo a estos cuatro, del libro del Boom, vaya, es un privilegio tan abrumador como inesperado.

Concebida a inicios de 2019, la idea inicial de reunir en orden cronológico las cartas entre el “cogollito” del Boom (así reconocido por Donoso), esas cuatro figuras centrales y consensuadas, fue de Augusto Wong Campos. En esos albores, el propósito, tan relevante como modesto, era beneficiarnos del compendio al interior de nuestro círculo. El mismo año, en julio, Carlos Aguirre publicó en el blog complementario a su libro La ciudad y los perros. Biografía de una novela (2015) una entrada que en retrospectiva veo como un claro precedente del futuro libro: el texto reúne, en orden cronológico, fragmentos de testimonios, y en especial de cartas, a propósito de la escritura, publicación y recepción de Conversación en La Catedral (1969), que llegaba a la cincuentena. La nota representa un aporte imperdible para iluminar el contexto de esa obra maestra, y así lo entendió Alfaguara en octubre, cuando lo incorporó como apéndice de su edición conmemorativa.

Hasta donde percibimos, “La novela del guardaespaldas” fue recibido con interés vivo, y ese debe de haber sido un impulso crucial para replantearnos aquella idea inaugural y brillante de Wong Campos. Gerald Martin había publicado en 2008 la primera biografía completa de Gabriel García Márquez. Carlos Aguirre había “biografiado” con los citados trabajos, de distintas dimensiones y alcances, dos de las novelas principales de Vargas Llosa. Convertir las cartas de los cuatro compadres en un libro podría significar alumbrar ya no la vida de uno de ellos u obras específicas de su bibliografía, sino la vida colectiva de su amistad y la época de su apoteosis como escritores en sus ámbitos personal, literario, político…

Tal vez no sobre contar aquí que Wong Campos y yo, estrictos contemporáneos, nos conocimos de forma virtual a principios de siglo, y en nuestras charlas e interminables debates el Boom siempre ha ocupado un espacio nuclear. En la década siguiente se unieron a la conspiración Martin y Aguirre, hombres de otros tiempos, no menos aguerridos y abiertos al diálogo con las generaciones siguientes. Opiniones, ideas, lecturas, materiales de investigación han ido y venido por años y forjado la amistad. El equipo estaba completo. Somos cuatro, y el número cuatro se nos ha ido imponiendo de una manera no diré que misteriosa pero sí vistosa, ¿casi como un llamado? En La ciudad y los perros el Jaguar dice “cuatro” y no seis o diez, y este libro tiene cuatro autores, cuatro reglas de inclusión, cuatro editores, cuatro palabras (Las cartas del Boom), cuatro letras (Boom), cuatro años desde el origen del proyecto hasta su propicia aparición el año en que Rayuela y La ciudad y los perros cumplen 60.

Vuelvo a José Donoso, de lejos la ausencia más reclamada en el epistolario, aunque su presencia indirecta se muestre tan pronto como en la foto que abre el libro. No puedo decir que este reclamo me moleste; tiene mi simpatía, por el contrario. Nadie mejor que Donoso para ser el quinto miembro entre los compadres. No sólo fue cercano, en distintos grados, a los cuatro cabecillas y los acompañó en la única reunión verificada entre todos, esa que a Cortázar le pareció irrepetible y fuera del tiempo; también escribió su ya citada y fundamental Historia personal del “boom”, además de exorcizar en la novela El jardín de al lado su relación conflictiva con el grupo central.

Donoso puso tanto empeño en pertenecer a él como ningún otro narrador latinoamericano. También gracias a sus diarios podemos corroborar hasta qué punto las novelas de Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, entre otras, significaron referencias ineludibles para su propio trabajo, y a ellas volvía en busca de una mejor asimilación de sus hallazgos para aprovecharlos y transformarlos en su obra. El esfuerzo no resultó vano, pues con El obsceno pájaro de la noche (1970), de larga y torturada escritura, engendró una obra no menos ambiciosa ni original que La muerte de Artemio Cruz (1962), Rayuela (1963), Cien años de soledad (1967) o Conversación en La Catedral (1969), y que puede leerse, más allá de sus calidades, como el cierre magnífico de la época más brillante del Boom.

Sin embargo, ya sea por las reglas de inclusión, que incumple de forma parcial, o por otras razones válidas o azarosas, lo cierto es que Donoso nunca consiguió el consenso que sí alcanzaron sus cuatro pares, y puede que sea tarde para auparlo en esa ola. Las cuatro reglas (novelas totalizantes, amistad, vocación política, impacto internacional) están abiertas a discusión, desde luego. No es descartable que, siguiendo a Jonathan Haidt, obedezcan a un razonamiento estratégico que quiere darle sustento a una intuición inicial nuestra: que los protagonistas del Boom sólo son cuatro. Es posible, pero esa intuición se asentó pronto y ha continuado vigente por décadas; tal vez no guste a todos, pero no es arbitraria.

Conviene también intentar despejar una confusión frecuente: el Boom visto como un club que expedía tarjetas de membresía. No olvidemos que el grupo no se anunció como tal; fueron los periodistas, los críticos, los lectores quienes asociaron a sus miembros bajo el rótulo. Consideradas las comprensibles simpatías y antipatías, y el mayor o menor apoyo que unos le daban a las obras de otros, Cortázar no excluyó a Roa Bastos, ni Fuentes a Cabrera Infante, ni García Márquez a Puig, ni Vargas Llosa a Leñero, por dar ejemplos de escritores invocados como “excluidos”, a menos de aceptar que el mero éxito de unos sea responsable de la repercusión menor (repercusión, no merecimiento) de otros. De ser el caso, García Márquez sería responsable de haber opacado a la casi totalidad de sus contemporáneos después de la estruendosa aparición de Cien años de soledad. Al contrario: ese éxito inédito entre los nuestros alumbró con sus rayos toda una literatura. En cuanto a las escritoras latinoamericanas, asimiladas a menudo como las no convidadas a la fiesta, y sin negar que su representación era por mucho inferior en los años sesenta del siglo pasado que hoy, hay evidencias tanto en Las cartas del Boom como en el resto de las obras de sus cuatro autores de que estos las admiraron sin discriminaciones.

Afirmamos en la “Nota a la edición” que además de ser un epistolario, este libro es “una gran narración en primera persona que pasa pronto del singular al plural”. No han faltado lectores que lo alaben diciendo que “se lee como una novela”, piropo conocido para obras de no ficción que convocan prurito y apasionamiento. Suscribo la asunción e intento explicarla.

Las cartas del Boom no agota, ni sus editores pretendemos que lo haga, las relaciones privadas entre cuatro figuras cenitales de nuestra literatura, un grupo sin apenas rivales en su siglo. Aparte de que no nos ha sido posible recuperar todas las cartas que intercambiaron, sus lazos —como es natural— discurrieron también por vías que no siempre dejan huella tangible sino indirecta, como los encuentros personales y las llamadas telefónicas. Si se puede ver esta como una conversación múltiple y dilatada a cuatro bandas, no ignoramos que es sólo parte de un diálogo más amplio que sus protagonistas sostuvieron con otros amigos, colegas, artistas, editores, funcionarios y variopintos personajes.

Descartada la inviable exhaustividad, no es descabellado decir que es este el testimonio más completo e intenso de esta amistad cuatripartita, no sólo por su contenido sino también por su estructura. Da la impresión a menudo de que la historia que las cuatro voces nos narran fue armada con deliberación y no es producto tanto de decisiones editoriales como de coincidencias felices trenzadas durante décadas.

En el principio vemos cómo la admiración y la simpatía mutuas van anudando los lazos. Pronto la conciencia de grupo se va volviendo palpable. Las primeras crisis se deben a las tensiones con la intelectualidad cubana, pero en ese momento de auge la unidad del Boom es firme y se consolida con Cien años de soledad y otros sucesos notables de 1967. Las tensiones con Cuba se agudizan en 1968 e implosionan en 1971, pero las amistades, aunque algunas algo maltrechas, aguantan. El cisma entre García Márquez y Vargas Llosa, no comentado por los corresponsales en este libro, es el punto de no retorno. A partir de entonces, y por más de un factor, las comunicaciones se van abreviando y adelgazando.

Pero la historia no termina ahí. La historia estaría incompleta sólo con la “Pachanga de compadres” y sin el “Fin de fiesta”, porque es ese “Fin de fiesta” el que lleva el relato a su resolución poderosamente nostálgica y agridulce. No nada más algunas de estas amistades se han enfriado: también están perdidas las ilusiones de una Latinoamérica ajena a la disyuntiva de elegir entre la libertad, la igualdad o ninguna; el tiempo de las utopías ha concluido.

Sobrevienen también los achaques, las enfermedades, las pérdidas. Nada puede contra el infatigable Cortázar, que aún pocos meses antes de su desaparición escribe a García Márquez en favor de un preso de la dictadura argentina. Y llegamos así a la última carta, de 2012: una felicitación de Fuentes a García Márquez por sus 85 años, por sus “grandes libros”, por 50 años de amistad y por sus “vidas inseparables”. En otra misiva de 1964 a Cortázar, tras terminar Rayuela, Fuentes enuncia a propósito de la novela: “La lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor”. El apunte semeja un presagio de las últimas páginas de Cien años de soledad, cuando el lector las va leyendo a la vez que Aureliano José y quizás también que Melquíades y que el propio García Márquez, en un juego de espejos inolvidable.

Fuentes abre el epistolario sin sospecharlo pero como si lo hiciera —primer contacto directo con Cortázar y primero entre cualquiera de los cuatro— y lo cierra de igual forma: lo que parecería una carta de felicitación sincera y conmovedora pero sin mayor trascendencia cobra otro sentido cuando sabemos que Fuentes, al escribirle al amigo de siempre que quizás no lo recuerde merced a la peste del olvido, morirá dos meses después. Su felicitación nos sabe a despedida triple, porque no sólo se despide Fuentes de García Márquez, y Fuentes muy pronto de la vida: también los lectores nos despedimos de esas fabulosas amistades cruzadas en, de nuevo, un juego de espejos inolvidable. De ahí, quizás, que algunos lectores hayan deseado que el libro acabara ahí, aun a riesgo de perderse todo el resto.

Se habla a menudo del final del Boom. Nosotros mismos damos como posibles finales “literario” y “humano” 1975 y 1976 respectivamente. Vargas Llosa ha dicho que no duró más de diez o doce años. Hay la tentación de preguntarse a veces si el Boom ha terminado. Como periodo de auge de la novela latinoamericana, por supuesto. ¿Y como grupo de escritores amigos de primera línea? ¿Han “terminado” los Beatles o su asociación sigue tan viva como en su periodo de esplendor? La misma respuesta aplica para el Boom.

Y otra tentación. La enunció mi compañero Carlos Aguirre en una entrevista reciente y me atrevería a arriesgar que corresponde a la convicción de los cuatro coeditores: la de ver en Las cartas del Boom ese proyecto colectivo que los compadres fraguaron y nunca pudieron llevar a buen puerto.

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