Cuando nos acercamos al Boom latinoamericano de la literatura pareciera que una inmensidad se revela y deja opacado todo a su alrededor. Precisamente esa epifanía ha marcado a generaciones y ejerce la función de un parteaguas entre pasado, presente y futuro en un universo creacional tan gigantesco como el de la lengua hispana. Aunque es arriesgado emitir criterios concluyentes, varios son los autores y las obras que conforman lo que se dio en llamar una comunidad o un grupo y no un movimiento. No hay cómo establecer una línea programática que articule las esencias y las divergencias en estilo, pues en primer lugar el surgimiento de ese instante en la historia del arte no fue motivado por voluntad alguna, sino de forma casi natural, fortuita, espontánea. El tema latinoamericano estaba en el aire, cuando el mundo ya se sentía desgastado de los asuntos europeos y existía una especie de acabamiento en la técnica de la novela que había llegado a límites insospechados luego de la ruptura del paradigma a inicios del siglo XX. Sin un contenido novedoso, la literatura había derivado hacia experimentos de estilo y de forma en la nouveau roman francesa, los cuales emulaban con la filosofía existencialista en boga. Esta genealogía hay que remitirla a los orígenes del realismo crítico y de la búsqueda de una objetividad casi milimétrica con el naturalismo francés del siglo XIX. Pero fue el Boom la respuesta a esa crisis; en las obras de Gabo, Cortázar, Fuentes, se fraguó un cambio mucho más allá del punto de vista técnico. Hubo una transformación ideológica que conmovió al mundo con el hallazgo de una Historia perdida.
Quizás por eso ahora acaba de salir a la venta el libro Cartas del Boom, que es una compilación crítica con buena parte de la correspondencia, la literatura complementaria, los documentos y los manifiestos de esos autores. El documento funciona como un espejo múltiple que se propone reflejar con toda la diversidad posible el auge y la finalización de un periodo de gran creatividad en el Boom. La autoría del volumen es de los peruanos Carlos Aguirre y Augusto Wong, el mexicano Javier Munguía y el británico Gerald Martin. Se trata de una reunión de archivos de las universidades de Princeton, Texas, Poitiers y otras colecciones privadas. El periodo estudiado arranca en 1955 y termina en 2012, por lo cual también es una manera de historiar lo que fue de la visión de varios de los más excelsos autores del siglo pasado a lo largo de grandes periodos de tiempo. Básicamente se escogieron: Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Polémica selección que deja fuera, por ejemplo, a un inmenso Alejo Carpentier que ya en una obra como El siglo de las luces marcara no solo desde el estilo, sino desde la propuesta conceptual con su lectura otra de América. De hecho, esta novela fue puesta como ejemplo e inspiración —por los propios autores estudiados— de lo que temáticamente debería ser considerado como parte del Boom. Sin embargo, el libro no carece de un inmenso interés para conocer cómo la cuestión latinoamericana fue narrada, concebida y expuesta por cuatro grandes voces del arte que estuvieron vinculadas a los procesos más complejos de su tiempo. Son parteaguas en el libro Cartas del Boom los temas de Cuba, la izquierda, los posicionamientos, las revistas y los contratos con grandes agencias, incluso los lugares de residencia y de trabajo elegidos por los escritores. Y es que aquel tiempo poseía un trasfondo muy ideologizado en el cual cualquier detalle podía colocarse en el centro del debate a partir de las interpretaciones y las exégesis.
Cartas del Boom se lee también como la consideración crítica de una generación de autores en torno a otras obras y momentos de la escritura en el continente y en el mundo. De hecho, hay referencias bastante ácidas a la novela francesa de ese tiempo y a sus experimentos lúdicos, pero también al existencialismo barato o la búsqueda esnob de una novedad que no era ya posible. El Boom se define más que por esas cuestiones baladíes del estilo, por apostar a un acercamiento hacia las historias particulares de la gente sin que medien complicaciones de estudios etnográficos, cientificistas. Se abre la posibilidad del diálogo directo, del contacto con la existencia real y contradictoria. Revisitar el término Boom es hacerlo desde el dudoso paradigma de considerarlo un todo homogéneo, cuando no es así; no hubo nunca la intención de una unidad ni de una defensa a ultranza, sino la magia de un momento en la Historia concreta que permitió que varios creadores se comportaran como voces polifónicas de los pueblos más preteridos. El propio Javier Munguía, en una conversación en torno al libro de cartas, me confiesa que la grandeza de este estudio está dada por la posibilidad de redescubrir el Boom más allá de los clichés manidos del mercado editorial y de las notas más comunes. Desde lo personal, desde ese rincón inconfesable, los escritores de esta parte de nuestra creación no solo hablan de literatura, sino que son capaces de reflexionar sobre política, economía, el papel del intelectual y la articulación en torno a los grandes sucesos.
Hasta el Boom había novelas en el continente —las llamadas obras de la tierra— que se hacían acompañar de un glosario de términos al final o el inicio, con el cual podíamos entender la trama. De lo contrario, no le es dado al lector ese encuentro con los personajes del cual surge la empatía. Pero aquel mecanismo espurio era una puesta en escena de cartón, donde un día se trataba con un indígena que habita en los Andes y al otro se entablaba una relación baladí y superficial con un campesino de los llanos de Colombia o Venezuela. En las dinámicas de la lectura podía haber tanta referencia a las cualidades folclóricas y los localismos, que se perdía la esencia universal y el conflicto quedaba sepultado debajo de un costumbrismo propio de las estampas y no de una obra con el magma necesario. Las novelas de la tierra trataban de contar los conflictos del continente, pero asumían desde el inicio que su interlocutor era un europeo. Estaban hechas para la mente lejana y fría del crítico de allende los mares y por ahí iban los fallos de aquellas propuestas literarias. Sin embargo, en el Boom existe la voluntad manifiesta de que los asuntos reales latinoamericanos cuenten su esencia.
Una novela como Rayuela, de Julio Cortázar, pudiera tomarse como referente de dichos puntos, no solo por la experimentación en la forma (ya antes Joyce había narrado milimétricamente desde un punto de vista rompedor); sino porque se trataba de un intento de revisitar la alteridad europea desde la propia postura local e íntima. El hecho de que en la obra se establezca un contrapunteo entre el allá y al acá nos da una medida de cuánto le importa a un autor del Boom esa dicotomía con los contextos. Por una parte, el universo de lo narrado le debe a lo autóctono y lo continental; por otro, se imponen las lógicas editoriales y la necesidad de adentrarse en un éxito que otorgara el anhelado sustento. Y es que los autores del Boom no surgen profesionalizados, sino que debieron imponer su criterio estético desde la precariedad. García Márquez es un ejemplo de esa itinerancia entre la miseria y la creación, un contrapunto que casi lo lleva a la inacción como escritor. Las cartas contribuyen a echar un poco de luz sobre estos asuntos, pero también para contraponer nimiedades con asuntos serios, relaciones personales con posturas asumidas ante los procesos sociales y políticos. La relación con las editoriales y las revistas, con el sistema de promoción, fue permeando a los autores que antes eran amigos y terminaron por establecer líneas infranqueables. El lector podrá palpar a un Vargas Llosa que temía trabajar en Puerto Rico pues caía en la esfera de los Estados Unidos y del conflicto con cubanos de disímil posicionamiento. Era por entonces un joven de izquierdas que no se imaginaba el rumbo que todo tomaría para él. En esa misma cuerda, Cortázar pide cautela con el caso Padilla pues asegura que las cuestiones de La Habana no debían evaluarse como mismo se hacía con otras realidades del continente. De hecho, el libro propone revisitar los términos desde un análisis desprejuiciado de los hechos y darles la interpretación que mejor entiendan los públicos. Se puede hablar de un meticuloso trabajo en la recepción del estudio crítico, el cual otorga a los consumidores total autonomía de juicios. Aunque hay sesgos, como en cualquier otra propuesta, no se trata de mandatos infranqueables. El Boom es esa región, quizás no tan transparente, que requiere del escalpelo de los documentos, de la mirada aguda y del proceso de deconstrucción más comprometido con la belleza de la literatura. Obviamente, cuando se comienzan a ver las quebraduras en el grupo de autores, ya había en todos ellos un nivel de madurez y de posibilidades editoriales considerable. También en este punto es loable sacar conclusiones sobre las relaciones entre el mercado, el poder y la literatura. Cartas del Boom no agota la experiencia de esta generación de autores, sino que hace referencia de forma indirecta a otros cuyas cartas no estuvieron en la antología, pero que se sobreentienden.
Como mismo se extraña la presencia de Carpentier, otras ausencias también son notorias y pudieran ayudarnos a entender mejor aquel tiempo. El libro posee el encanto de una crónica polifónica que no se detiene en los grandes sucesos, sino que ofrece la posibilidad de mirar desde el punto de vista íntimo cómo los quiebres, las alianzas y las desavenencias se iban abriendo camino entre cuatro hombres que manejaron al cabo opiniones políticas divergentes. Desde el liberalismo a ultranza de Vargas Llosa hasta el compromiso del Gabo con Cuba; hay un diapasón de posicionamientos que no siempre fueron los mismos, ni se quedaron estáticos. El libro, no obstante, no sacraliza ni es dogmático, sino que intenta establecer juicios sin precondiciones. En un pasaje los autores se intercambian criterios en torno a obras que están marcando el horizonte o el instante presente y se lee que Tres Tristes Tigres, de Guillermo Cabrera Infante, es una pieza llena de ingeniosidad, pero que no posee la estructura dura, sostenible, de una novela y que por ende se quedaba en un pastiche de personajes y de estampas a veces desligados entre sí. En tal sentido, se agradece el desenfado con que los creadores abordan la producción intelectual y la colocan en crisis, porque eso fue lo que precisamente hizo grande al Boom.
Si bien ya desde la obra de Jorge Luis Borges el paradigma de la tierra y del naturalismo estaba siendo cuestionado, no fue hasta el contacto con la literatura norteamericana de la Generación Perdida que se da un vuelco en Latinoamérica. La diferencia con respecto a la narrativa de Faulkner o de Hemingway es que mientras ellos se concentraban en el drama interno de los personajes y por ende en el monólogo de un sujeto quebrado y complejo, los escritores del Boom les dieron voz a las cuestiones que hasta entonces se quedaban en la oralidad de los pueblos y que eran la dramaturgia imperceptible de los más humildes. Hay que ver, por ejemplo, en Aureliano Buendía, al dictador por excelencia que maneja una relación de amor/odio con sus gobernados. Pero esa referencia es quizás mayor en la obra de un Augusto Roa Bastos (Yo el supremo) que en los seleccionados para el libro Cartas del Boom. Por eso, los latinoamericanos pueden abordar las cuestiones más difíciles sin perder jamás el color local ni la universalidad, pues poseen la pericia técnica de sus pares norteamericanos, pero con la necesidad imperiosa de romper un silencio milenario que aqueja al continente del sur. La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, es quizás su mejor novela y no se queda en los planos de la crónica rural costumbrista, sino que se hunde en los sucedidos de una academia militar de la urbe, en la cual pasa lo indecible y quedan cuestionadas las estructuras de poder. América demostraba así que sus puntos neurálgicos no eran solo las cascadas, las pampas, las extensiones de terreno y los ganados que pastan; sino las peleas entre citadinos, entre burgueses y proletarios de los centros humanos. Esa complejidad mueve al Boom mucho más allá de lo meramente local y lo coloca en los sitiales de una mundialización muy atractiva. Conversación en la Catedral, del propio Vargas Llosa, va a ser el paroxismo de ese punto de vista con el cual el autor —quizás muy a su pesar— se pregunta en qué momento se produjo el hundimiento de su sociedad peruana, que es lo mismo que decir el todo latinoamericano. Con un tono shakesperiano, la obra transcurre mostrando los claroscuros de un contexto donde lo podrido a veces se revela y otras se mantiene en una latencia exquisita. Las obras del Boom en este caso no solo no transcurren en los ambientes consabidos, sino que intentan criticar lo inmediato, transformarlo.
Todas las piezas, sin temor a equivocarme, en el catálogo del Boom, comienzan haciendo alusión a un momento de epifanía en los personajes. Hay un descubrimiento que nos deslumbra y que transcurre a cuentagotas en el resto de la novela o del cuento. El famoso paredón de fusilamiento que da inicio a Cien años de soledad es una anagnórisis hacia un pasado que deconstruye los conceptos en torno a lo que es real, moral o simplemente hermoso. A diferencia de las novelas de la tierra, aquí la realidad narrada está tan viva que debe ser visitada una y otra vez por el lector. De hecho, en un pasaje memorable del libro Cartas del Boom, los autores convienen en decir que, si hay que hablar de un movimiento en torno a esas obras, el centro estaría en los públicos, en los consumidores que le otorgan entidad, univocidad y sentido a lo que es un mosaico. Los lectores designan lo que les gusta y lo que desean seguir viviendo en el plano estético. De ahí que no haya que renunciar a la investigación en torno a la cuestión receptiva de las obras, sino hacer hincapié a partir de las indagaciones críticas, los ensayos y las compilaciones. Si bien el Boom es algo que pudiéramos reconocer ya como lejano y que atañe a una realidad política no superada, pero sí ida; las obras hablan desde su silencio y su éxito, desde la bulla de una fama que no es suficiente y que aún posee el encanto de las revelaciones. Cada aproximación no agota el tema, sino que sirve para ir profundizando en aquellos documentos ya sean cartas o manifiestos, que dieron parte de una verdad y de una búsqueda estética que no se detiene.
Luego del Boom todo pareciera gravitar en torno. No solo hay que decir que las voces posteriores se apoyan o contradicen lo ya hecho, sino que los caminos de la posmodernidad continental les deben demasiado a los hallazgos de aquel grupo. Hay una deconstrucción del sujeto y a la vez una reconstrucción que se expresa en el interés por la Historia y por las microexperiencias individuales. Se trata de la necesidad de un hallazgo que no se detenga en lo meramente literario y que trascienda los contextos. Esa savia de la praxis es uno de los legados más fuertes del Boom y lo que a mi juicio hace necesaria la lectura de la compilación de cartas. No solo se trata de una colección de documentos, sino de la huella de un compromiso que tuvo su auge y que fue en deceso lentamente. Ese lazo con los conflictos que algunos sitúan en la fecha de 1959 por la Revolución cubana, posee unas marcas indelebles en las décadas del 60 y del 70, pero va languideciendo en los 80, hasta que todo toma el cauce que hoy conocemos. Los autores que eran la vanguardia de la narrativa se van decantando y terminan polarizados en torno a Gabo (izquierda) y Vargas Llosa (derecha). Distinción que hace que los gustos estéticos de pronto posean una ideología per se y que genera divisiones bastante baladíes. Entre el realismo mágico y el realismo visceral, surgen los discípulos del Boom.
Pero el libro resulta recomendable para saber una porción importante de la genealogía que nos trajo hasta aquí. Es una reconstrucción no solo de los hechos, sino de las ideas que fueron propias de un tiempo y que hoy parecerían demasiado ingenuas. Como crónica al fin, la dramaturgia de esta pieza posee los altibajos de un proceso de choques y termina agotando no pocas aristas de la conflictividad. El Boom nos releyó como continente y tuvo en su haber las mejores piezas de lo que se considera bello y justo en la literatura. Nada ha sido igual desde entonces y nadie se ha atrevido a volver sobre las novelas de la tierra, cuya esencia proteica se agradece, pero que había que reventar a partir de la irreverencia y de la novedad. Entonces no solo son bienvenidos los estudios críticos, sino que habría que ponerlos en la centralidad. América Latina, ese lugar de fracciones, no se apresura en cuanto a desarrollo, sino que va con la lentitud de las tierras expoliadas, pero siempre poseyó un magma de autores empeñados en generar la mejor imagen posible en términos artísticos. Y ello no supone edulcoración, ni mentiras. Al contrario.
Cartas del Boom contiene un volumen de escritos que nos llevan como fisgones a la fugacidad de un tiempo y que nos invitan a quedarnos como viajeros empedernidos. Ojalá que se repitan los traslados y que podamos reivindicar esa porción silenciosa de nuestro ser más entrañable. El continente lo merece.
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