La novela epistolar del Boom latinoamericano
Con la generación del Boom, la literatura latinoamericana adquirió una posición central en el panorama internacional
El 12 de febrero de 1976, en el vestíbulo de un cine de Ciudad de México, se dio el que probablemente sea el puñetazo más célebre de la historia de la literatura universal, por el nivel de los contendientes: nada menos que dos futuros premios Nobel. Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez se enzarzaron en una discusión y el peruano le arreó un guantazo al colombiano. ¿El motivo de tan acalorada discusión? Bien, por aquel entonces las divergencias políticas entre ellos eran cada vez más notorias, pero para buscar la verdadera causa hay que hacer caso de lo que dicen los franceses: cherchez la femme.
Ese puñetazo puso fin de manera fulminante a una larga amistad que había marcado los inicios y primeros esplendores del llamado Boom, como queda reflejado en el muy recomendable volumen Las cartas del Boom (Alfaguara). En sus páginas encontrará el lector las epístolas cruzadas entre las cuatro grandes vedettes, los cuatro fantásticos, los cuatro mosqueteros, los Beatles de las letras latinoamericanas: los ya mencionados Vargas Llosa y García Márquez, más Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Hubo, claro, más figuras relevantes -Donoso, Cabrera Infante…-, pero el cuarteto fue el que de forma más directa cocinó y emplató el fenómeno.
Un peruano, un colombiano, un mexicano y un argentino unidos por la literatura y la amistad, como queda reflejado en las misivas que se mandaron. El libro se divide en dos periodos. El primero y más relevante es el de forja y esplendor del vínculo de los cuatro, que se titula, utilizando una expresión que los propios implicados usaron, «Pachanga de compadres» y que va desde 1955 a 1975. En esta parte está el grueso de las cartas, que se concentran sobre todo en la década de 1960. Y el colofón, el de la quiebra de la amistad, sobre todo por divergencias políticas, se titula «Fin de fiesta» y reúne el mucho más escaso intercambio epistolar entre 1976 y 2012.
El volumen, preparado por cuatro especialistas, reúne todo el material disponible, lo cual no quiere decir la totalidad de las cartas, porque un número relevante de ellas se han perdido. De los implicados, los dos que fueron más conscientes de la relevancia que estos papeles personales tendrían en el futuro fueron Carlos Fuentes (que guardó copia tanto de las cartas recibidas como de las enviadas) y Vargas Llosa (que guardó las recibidas). Los otros dos fueron menos disciplinados y aunque se han podido recuperar algunas misivas, otras muchas se extraviaron y de momento no se han podido localizar.
Conforme vamos ganando perspectiva histórica, somos más conscientes de la enorme relevancia del Boom, que fue mucho más que un ingenioso eslogan utilizado por primera vez por el crítico de origen chileno Luis Harrs en 1966, en un texto publicado en Primera Plana en Buenos Aires. Los del Boom no fueron los primeros grandes escritores latinoamericanos, pero sí los que cambiaron la percepción del continente como culturalmente periférico (pese a los esfuerzos de Victoria Ocampo y su revista Sur, que ya en los años treinta del pasado siglo conectó Buenos Aires con París). Con la generación del Boom, la literatura latinoamericana adquirió una posición central en el panorama editorial y académico internacional. Carlos Fuentes lo tenía muy claro y así lo expresa en una carta a Vargas Llosa de febrero de 1964: «El futuro de la novela está en América Latina, donde todo está por decirse, por nombrarse, y donde, por fortuna, la literatura surge de una necesidad y no de un arregla comercial o de una imposición política, como tan a menudo sucede en otras partes».
El libro aquí comentado es un documento histórico de primera magnitud sobre las entrañas del Boom, pero su lectura no está reservada a los especialistas. Cualquier lector interesado por la cultura latinoamericana encontrará material muy jugoso. Los cuatro escritores se lanzan piropos, comentan cotidianeidades familiares, dan cuenta de sus continuos viajes por varios continentes, se hacen y piden favores, y lanzan algunas maldades. Carlos Fuentes por ejemplo, después de asistir a una reunión del PEN Club en Nueva York le comenta esto a Cortázar: «Todo el mundo queda en su lugar. En lo más alto, Vargas Llosa, que estuvo brillantísimo (…) En lo más bajo, los argentinos, esa mezcla de histerias virginales y menopaúsicas que es Alicia Jurado; la vanidad pueril, las pretensiones sin fundamento, la desorientación provinciana, los berrinches de Murena, que arrastraba al inocente Girri en sus pequeñas pataletas de prima donna».
Pero sobre todo hablan de literatura y del proceso de escritura de sus libros. ¡Y qué libros! Estamos nada menos que en los años de escritura y lanzamiento de La ciudad y los perros y La casa verde de Vargas Llosa, El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad de García Márquez, Rayuela de Cortázar, La muerte de Artemio Cruz y Cambio de piel de Carlos Fuentes entre otros.
Cortázar llevaba ya instalado en París desde 1951, Vargas Llosa se movía entre París y Londres, mientras que García Márquez pasó años en México, trabajando como guionista y coescribió algunos con Fuentes, que era muy amigo de Buñuel. En una carta enviada desde París a García Márquez en 1966 le relata la visita del cineasta aragonés: «El gran sordo Buñuel ha llegado y hoy cenaremos con él en la Gare de Lyon, que tiene el mejor y más gótico restaurante de París. Ese viejo divino se sabe todos los rincones, vinos y menús de esta ciudad».
Todos viajaban mucho y cambiaban de residencia con frecuencia. Entre 1970 y 1974 Vargas Llosa y García Márquez fueron vecinos en el barrio se Sarriá de la Barcelona del tardofranquismo. Convirtieron a la ciudad en uno de los epicentros del Boom, que atrajo a otros escritores como Donoso (que acabó instalándose unos años en Sitges). La elección de Barcelona no era casual: allí tenían a su agente, Carmen Balcells, sin la que es imposible entender la fuerza internacional que adquirió el grupo. Y allí tenía su editorial uno de los editores más relevantes para estos autores: Carlos Barral, artífice del Premio Biblioteca Breve, que ganaron, entre otros, Vargas Llosa (con La ciudad y los perros), Cabrera Infante (con Vista de amanecer en el trópico) y Carlos Fuentes (con Cambio de piel). Otro editor que aparece mencionado con frecuencia en las cartas es Francisco Porrúa, en esos años en Sudamericana en Buenos Aires (después, en 1977, en plena dictadura militar argentina, se instaló en Barcelona, donde falleció en 2014). Porrúa publicó Rayuela y Cien años de soledad (rechazada por Carlos Barral, una de las pifias más célebres de la historia de la literatura, sobre la que se han dado varias explicaciones divergentes).
Las cartas permiten ver las entrañas de los procesos creativos, las dudas y los esfuerzos de estos escritores. En una del 30 de julio de 1966, García Márquez informa a Carlos Fuentes: «Se acabó Cien años de soledad (…) En la drástica reducción final, quedó todo reducido a 550 cuartillas, pero mi ilusión es que agarren y tengan que ser leídas de una sola sentada. Siento que me quedó mejor de lo que yo esperaba y que en ningún momento decae gravemente, y se sostiene el interés, el estilo torrencial y el disparatorio de la vida cotidiana en el Caribe. En agosto la mando a Sudamericana, que le prepara un gran lanzamiento. Tiemblo de miedo y espero a ver qué pasa». En el mismo texto, asoman también las precariedades económicas de aquella época: «Lo único que quiero hacer en los próximos meses es seguir escribiendo. (…) No tengo derecho a someter a Mercedes a la prueba que le hice con Cien años de soledad. Hemos pasado ocho meses muy duros, estamos en la ruina y cargados de deudas que tengo que pagar de aquí a diciembre para empezar el otro libro en enero».
Las misivas reflejan bien la amistad entre los cuatro. En otra de finales de ese año, García Márquez le escribe a Fuentes: «Pido tu colaboración para salvar la novela latinoamericana: mándale Gauloises Bleues a Vargas Llosa a Londres. Está desesperado, como me sucedió a mí en esa ciudad, con la dulzura del tabaco inglés, y como consecuencia se le ha atorado la novela. Yo le estoy mandando con todo el que va a Londres un cartón de Elegantes, y he desplegado la red de la mafia para que también le manden cigarrillos colombianos».
En el invierno de 1970, Vargas Llosa le presta su apartamento londinense a Cortázar, que casi muere congelado por el frío de las casas inglesas. El argentino es el más juguetón e irónico, como corresponde al creador de los cronopios, y le relata así a Vargas Llosa sus desventuras: «El frío, ese concepto despreciable en nuestra época tecnológica, sigue siendo una realidad temible en un departamento inglés. (…) Mis maniobras estratégicas consistieron al principio en hacer andar a fondo la calefacción; luego me atrincheré en el salón para trabajar; después me puse tres pares de calcetines y dos pullovers, al final me envolví en una colcha para traducir y leer, y pasé a un régimen de media botella de Scotch por jornada, además de café cada media hora. El sábado 3, agotados los recursos logísticos, tácticos y de otra naturaleza, empecé a toser. Nada me da más terror que una gripe en el extranjero; insumí dosis navegables de jarabe pectoral, tomé aspirina, caminé en círculo cada cinco minutos recitando a gritos el Bhagavad-Gita. El sábado a media noche, cuando mi chequita amiga declaró que jamás había sentido tanto frío, comprendí que había que batirse en retirada». De todos modos, Fuentes es capaz de igualarlo en ironías y le manda a Cortázar una misiva en inglés escrita como una brillantísima parodia del estilo de James Joyce.
Tiene también mucha presencia en estas cartas un tema crucial: la política, que los hermanó y después los separó. Al principio, todos apoyaron con entusiasmo la revolución cubana, que veían como un cambio de paradigma para todo el continente. Pero cuando en Cuba el comunismo empezó a mostrar su verdadero rostro y cayeron las máscaras de jolgorio caribeño, se produjo una grieta. El detonante fue el Caso Padilla, que dividió en dos bandos a los intelectuales de izquierdas de medio mundo y de forma especialmente intensa a los latinoamericanos. Escribe Fuentes a Cortázar: «No es admisible que en Cuba, en nombre del socialismo, y a partir del chantaje de hacerle el juego al imperialismo, Lisandro Otero y compañía instalen un tribunal permanente de los escritores cubanos y latinoamericanos. Esto no se lo toleraríamos a ninguna de nuestras oligarquías nacionales (que, la verdad sea dicha, ni nos persiguen ni se ocupan de nosotros); con menos razón a un régimen socialista del que nos sentimos solidarios». García Márquez y Cortázar mostrarán al principio un tímido rechazo a la represión castrista de los intelectuales disidentes, pero no tardarán en ponerse del lado del régimen. Vargas Llosa será el que se mostrará más beligerante contra el castrismo.
De los cuatro escritores reunidos en el volumen, los otros tres ya han fallecido. Solo él sigue vivo y además en activo. A sus 87 años, este próximo otoño publica nueva novela: Le dedico mi silencio, que saldrá a la venta el 26 de octubre.
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