Caracas, 2 de agosto de 1967

El 27 de julio de 1967, Vargas Llosa le escribió a Carlos Fuentes: «Te pongo cuatro líneas veloces, rodeado de maletas a medio hacer, pasaportes caducados, papeles y libros regados por los suelos, pues viajo dentro de un par de días a Caracas (luego me daré un salto a Lima y regresaré a Londres el 15 de septiembre). Es una lástima que no vengas, pues estarán allá un montón de amigos excelentes» (Las cartas del Boom, p. 239). Unas semanas antes, el 5 de junio, García Márquez le diría al mismo Fuentes: «¿No hay modo de que te amarres los pantalones y te vengas a Caracas en agosto? Mario viene. Estamos de acuerdo para vernos ahí. Sé que te invitaron. Aunque hayas dicho que no, el asunto puede arreglarse. […] Los venezolanos son muy buenos cuates, y lo que vamos a hacer allá, contra los congresos de peleas de perro que suelen hacerse, será una pachanga de compadres» (Las cartas del Boom, p. 223).
El motivo que llevaba a Vargas Llosa y García Márquez a Caracas era la entrega del Premio Rómulo Gallegos, que el primero había ganado por su novela La casa verde, y que el segundo había anticipado y celebrado. Ambos habían intercambiado varias cartas antes de encontrarse finalmente en persona en el aeropuerto de Caracas, la noche del 1 al 2 de agosto de 1967. García Márquez había publicado Cien años de soledad un par de meses antes, en Buenos Aires, y rápidamente se había convertido en un éxito de ventas y lectores. Luego viajarían juntos a Mérida y Bogotá, y en septiembre se encontrarían de nuevo en Lima, donde sostuvieron un diálogo público en la Universidad Nacional de Ingeniería.
En el siguiente texto, tomado de su libro García Márquez. Historia de un deicidio (1971), Vargas Llosa rememora ese primer encuentro entre dos de los principales autores del Boom.

 

Fama y buen humor

Mario Vargas Llosa

Nos conocimos la noche de su llegada al aeropuerto de Caracas; yo venía de Londres y él de México y nuestros aviones aterrizaron casi al mismo tiempo. Antes habíamos cambiado algunas cartas, y hasta habíamos planeado escribir, alguna vez, una novela a cuatro manos —sobre la guerra tragicómica entre Colombia y Perú, en 1931—, pero ésa fue la primera vez que nos vimos las caras. Recuerdo la suya muy bien, esa noche: desencajada por el espanto reciente del avión —al que tiene un miedo cerval—, incómoda entre los fotógrafos y periodistas que la acosaban. Nos hicimos amigos y estuvimos juntos las dos semanas que duró el Congreso, en esa Caracas que, con dignidad, enterraba a sus muertos y removía los escombros del terremoto. El éxito recientísimo de Cien años de soledad lo había convertido en un personaje popular, y él se divertía a sus anchas: sus camisas polícromas cegaban a los sesudos profesores en las sesiones del Congreso; a los periodistas les confesaba, con la cara de palo de su tía Petra, que sus novelas las escribía su mujer pero que él las firmaba porque eran muy malas y Mercedes no quería cargar con la responsabilidad; interrogado en la televisión sobre si Rómulo Gallegos era un gran novelista, medita y responde: «En Canaima hay una descripción de un gallo que está muy bien». Pero detrás de esos juegos, hay una personalidad cada vez más fastidiada en su papel de estrella. También hay un tímido, para quien hablar ante un micrófono, y en público, significa un suplicio. El 7 de agosto no puede librarse de participar en un acto organizado en el Ateneo de Caracas, con el título «Los novelistas y sus críticos», en el que debe hablar sobre su propia obra unos quince minutos. Estamos sentados juntos, y, antes de que le llegue el turno, me contagia su infinito terror: está lívido, le transpiran las manos, fuma como un murciélago. Habla sentado, los primeros segundos articulando con una lentitud que nos suspende a todos en los asientos, y por fin fabrica una historia que arranca una ovación.

Entre todos los rasgos de su personalidad hay uno, sobre todo, que me fascina: el carácter obsesivamente anecdótico con que esta personalidad se manifiesta. Todo en él se traduce en historias, en episodios que recuerda o inventa con una facilidad impresionante. Opiniones políticas o literarias, juicios sobre personas, cosas o países, proyectos y ambiciones: todo se hace anécdota, se expresa a través de anécdotas. Su inteligencia, su cultura, su sensibilidad tienen un curiosísimo sello específico y concreto, hacen gala de anti-intelectualismo, son rabiosamente anti-abstractas. Al contacto con esta personalidad, la vida se transforma en una cascada de anécdotas.

Esta personalidad es también imaginativamente audaz y libérrima, y la exageración, en ella, no es una manera de alterar la realidad sino de verla. Hicimos un viaje juntos de Mérida a Caracas, y los vientos que remecieron al aparato —sumado a su miedo a los aviones y al mío propio— hicieron que el viaje resultara algo penoso. Algo: algunas semanas después veré en los periódicos, en entrevistas a García Márquez, que en ese vuelo, yo, aterrado, conjuraba la tormenta recitando a gritos poemas de Darío. Y algunos meses después, en otras entrevistas, que cuando, en el apocalipsis de la tempestad, el avión caía, yo, cogido de las solapas de García Márquez, preguntaba: «Ahora que vamos a morir, dime sinceramente qué piensas de Zona Sagrada» (que acababa de publicar Carlos Fuentes). Y luego, en sus cartas, algunas veces me recuerda ese viaje, en el que nos matamos, entre Mérida y Caracas.

De Caracas viajamos a Bogotá —él había hecho algunos viajes a Colombia desde México, en los años anteriores— y allá pudo comprobar, por la solicitud de la prensa y los autógrafos que le pedían en la calle, que en su país el éxito de su libro había sido tan grande como en Venezuela. Y hasta en la apática Lima, donde viajó después, invitado por la Universidad de Ingeniería —respondió a preguntas sobre su vida y su obra, y sus respuestas han sido publicadas en un folleto—, su llegada provocó una verdadera conmoción en el ámbito intelectual y universitario. Estuvo unos días en Buenos Aires, para la concesión del Premio Primera Plana, luego regresó a Colombia, y de allí, con su familia, se trasladó a Barcelona, donde reside desde octubre de 1967. Ha hecho algunos viajes —a Francia, Italia, Alemania, Checoeslovaquia, Inglaterra—, ha escrito algunos cuentos y un extenso guión cinematográfico, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, y lleva ya bastante avanzada la novela del dictador. Él pensaba que en España pasaría inadvertido y que podría trabajar en paz. Pero las cosas han sido distintas:

«No hay día en que no llamen dos o tres editores y otros tantos periodistas. Cuando mi mujer contesta al teléfono, tiene que decir siempre que no estoy. Si ésta es la gloria, lo demás debe ser una porquería. (No: mejor no ponga eso, porque esa vaina escrita, es ridícula). Pero es la verdad. Ya uno no sabe ni quiénes son sus amigos.

»Empiece por decir una cosa: que ya no doy más reportajes, porque me tienen hasta aquí. Yo me vine a Barcelona porque creía que nadie me conocía, pero el problema ha sido el mismo. Al principio decía: radio y televisión no, pero prensa sí, porque los de la prensa son mis colegas. Pero ya no más. Prensa tampoco. Porque los periodistas vienen, nos emborrachamos juntos hasta las dos de la mañana y terminan poniendo lo que les digo fuera de reportaje. Además, yo no rectifico. Desde hace dos años, todo lo que se publica como declaraciones mías, es paja. La vaina es siempre la misma: lo que digo en dos horas lo reducen a media página y resulto hablando pendejadas. Fuera de eso, el escritor no está para dar declaraciones, sino para contar cosas. El que quiera saber qué opino, que lea mis libros. En Cien años de soledad hay 350 páginas de opiniones. Ahí tienen material todos los periodistas que quieran. Y es que hay más: fuera de la persecución de los periodistas, tengo ahora una que nunca pensé tener: la de los editores. Aquí llegó uno a pedirle a mi mujer mis cartas personales, y una muchacha se apareció con la buena idea de que yo le respondiera 250 preguntas, para publicar un libro llamado «250 preguntas a García Márquez». Me la llevé al café de aquí abajo, le expliqué que si yo respondía 250 preguntas el libro era mío, y que, sin embargo, el editor era el que se cargaba con la plata. Entonces me dijo que sí, que tenía razón, y como que se fue a pelear con el editor porque a ella también la estaba explotando. Pero eso no es nada: ayer vino un editor a proponerme un prólogo para el diario del Ché en la Sierra Maestra, y me tocó decirle que con mucho gusto se lo hacía, pero que necesitaba ocho años para terminarlo porque quería entregarle una cosa bien hecha.

»Si es que los tipos llegan a los extremos. Por ahí tengo la carta de un editor español que me ofrecía una quinta en Palma de Mallorca y mantenerme el tiempo que yo quisiera, a cambio de que le diera mi próxima novela. Me tocó mandarle decir que posiblemente se había equivocado de barrio, porque yo no era una prostituta. Ese caso me hace recordar el de una vieja de Nueva York que me mandó una carta elogiando mis libros, en la cual, al final, me ofrecía enviarme, si yo quería, una foto suya de cuerpo entero. Mercedes la rompió furiosa. Voy a decirle una vaina, en serio: a los editores yo los mando, tranquila y dulcemente, al carajo». (*)

(*) Estas declaraciones fueron tomadas de Daniel Samper, «El novelista García Márquez no volverá a escribir» (Entrevista), en El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá, 22 de diciembre de 1968, p. 5.

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